«Nyamavhuvhu, el mes del viento, así se le llama en shona, una de las lenguas de Zimbabue, al mes de agosto, el más ventoso antes de las primeras lluvias. Mhepo iri kuvhuvhuta! ¡El viento sopla! dicen. Sin embargo, este año, vientos de más de 200 kilómetros por hora bajaron de las montañas la noche del 15 de marzo, anunciando, tras un largo período seco, la llegada de un inmenso ciclón a la provincia de Manicaland.
Hasta esa noche, nuestro proyecto en Chipinge había desarrollado lentamente (mbichana, mbichana como dicen aquí), un modelo médico para tratar a pacientes que llegan con múltiples patologías, construyendo puentes entre enfermedades infecciosas como el VIH y la tuberculosis y enfermedades no transmisibles como la diabetes, la hipertensión, el asma y la epilepsia.
Nuestro mayor dolor de cabeza había sido la situación económica de Zimbabue y su efecto sobre un suministro poco fiable de medicamentos inasequibles. Avanzábamos a un ritmo tranquilo, interrumpido ocasionalmente por un brote de malaria o de una enfermedad diarreica.
Entonces llegó Idai, derribando árboles y convirtiendo los plácidos arroyos en torrentes salvajes. Puentes, caminos, casas y cobertizos para los animales se derrumbaron. Toneladas de tierra se deslizaron por las laderas de las montañas, arrastrando rocas cuesta abajo, “como camiones rugiendo sin frenos” en palabras de un vecino de Chimanimani. Familias enteras y hogares desaparecieron bajo el barro y las piedras.
A la mañana siguiente asistí a una reunión urgente en la que crecía la sensación de desesperación e impotencia a medida que empezaba a conocerse la magnitud de la catástrofe y que las áreas devastadas habían quedado aisladas. Sabíamos que ahora tocaba trabajar en modo de emergencia.
El domingo, nuestro equipo partió de Mutare con el objetivo de llevar suministros médicos al hospital de Mutambara, en Chimanimani. Tras todo un día en un laberinto de puentes colapsados y caminos bloqueados por desprendimientos, nos dimos cuenta de que ni las carreteras asfaltadas ni las pistas de tierra que llevaban al interior del distrito eran accesibles. Chimanimani estaba completamente aislado así que teníamos que cambiar nuestro enfoque.
Contactamos con el Ejército de Zimbabue y recibimos autorización para levantar tres tiendas y erigir un centro de estabilización para supervivientes en un punto estratégico que domina el área de Chimanimani y que recibía el apelativo de skyline. Mientras tanto, continuaba lloviendo y la bruma se convertía en niebla e impedía despegar a los helicópteros. Ya se informaba de decenas de víctimas mortales y empezaban a llegar cifras sobre desaparecidos.
El martes llegaba desde Harare nuestro coordinador de emergencias. También lo hizo un equipo de médicos zimbabuenses, voluntarios, jóvenes y especializados, aparentemente salidos de la nada. Formaban parte de una potente red formada por iglesias, hospitales y la Universidad de Zimbabue. “Tinokugamuchirai mose, ¡le damos la bienvenida!”, le decimos. Se creaba un mecanismo de coordinación con el Ministerio de Salud y gran parte de la comunicación empezaba a tener lugar en grupos de Whatsapp como el «grupo médico del ciclón Idai» del cual formaba parte.
Ese día llegaron los primeros pacientes. Algunos tenían heridas infectadas pero ni siquiera había agua para lavarse las manos. Tenían que ser examinados y estabilizados por el personal médico sobre lonas de plástico en el suelo. A medida que dejaba de llover y el cielo se abría, llegaban más y más heridos con huesos rotos o heridas profundas que eran evacuados en helicóptero. Médicos Sin Fronteras (MSF) trasladaba a las personas con lesiones menos graves al centro hospitalario del distrito de Chipinge, a unos 50 kilómetros de distancia.
Eran momentos en los que había que prescindir de los procedimientos y el papeleo que requieren una coordinación urgente entre los pilotos de helicópteros y los médicos de centros de salud a los que no se podía acceder en automóvil.
A la jornada siguiente, cuando se estaban distribuyendo las primeras donaciones de bienes de primera necesidad, nos encontramos con una multitud de personas que se dirigían cuesta arriba para saludar al presidente de Zimbabue cuya llegada se esperaba ese día. Una conocida empresa de refrescos se ganó mi respeto llevando cientos de botellas de agua potable donde se necesitaban desesperadamente. Una compañía de combustible acudió con equipo pesado para reabrir las carreteras.
Los trabajos de rescate de los heridos, su estabilización y el traslado al hospital continuaban en medio de una honda preocupación por aquellos a los que todavía no habíamos llegado. Acceder al valle seguía siendo imposible. Maquinaria del Ejército y de empresas privadas trataban de abrir camino. ¿Podría nuestro equipo entrar al día siguiente?
Al sexto día, finalmente llegó un depósito de agua. El número de pacientes con traumas disminuía. Los habitantes de la zona montañosa comenzaban a bajar en busca de medicamentos para el VIH, la diabetes, la hipertensión y el asma. Algunos habían perdido su medicación a causa de las inundaciones y muchos no podían llegar a sus centros de salud. El centro de estabilización se convertía en una unidad de atención primaria. Por fin se abría una de las carreteras y nuestros equipos móviles podían ahora acceder a las áreas afectadas en coche si la lluvia cesaba.
Era el momento de comenzar a construir un puente, una transición entre la respuesta de emergencia y la atención crónica. Los heridos con fracturas o quienes habían sufrido lesiones graves necesitarán atención y seguimiento a medio y largo plazo, especialmente aquellos que padecen lesiones en la columna vertebral. Los sobrevivientes con trastorno por estrés postraumático corren el riesgo de sumarse a aquellos cuyos problemas de salud mental no reciben tratamiento en un país donde los servicios de salud mental y los medicamentos no están disponibles.
El ciclón ha venido a agravar la crisis socioeconómica ya existente en la región y que tiene causas y consecuencias en múltiples capas: sequía, crisis económica paralizante, epidemia de VIH subyacente, tasas crecientes de diabetes, hipertensión y otros enfermedades no contagiosas, y ahora, por último, la devastación causada por posiblemente el peor ciclón que ha golpeado la región desde que se tienen registros.
El centro de estabilización Skyline ha cumplido su función y ahora está en proceso de cierre. Uno de nuestros equipos apoya ya al personal del Ministerio de Salud dentro de Chimanimani. Otros dos equipos móviles se mueven a pie por el distrito tratando de llegar a 15 de los centros de salud más afectados. El tratamiento del agua y la prevención de enfermedades diarreicas son un componente esencial de nuestra respuesta, por eso nuestros equipos también están distribuyendo tabletas para purificar el agua. En la actualidad, las principales necesidades de Chimanimani son la atención de traumas y fracturas, la reposición de tratamiento antirretroviral a pacientes con VIH y los medicamentos para enfermedades crónicas.»