Desde que Mande nació, cuando Sudán del Sur se independizó de Sudán (en 2011), el pequeño no pudo vivir otra cosa que una cruenta guerra civil que ya suma cinco años. Tampoco recordar mucho más que la violencia más despiadada y el terror constante.
Ahora, Mande vive en el campo de refugiados de Doro, donde unas 50.000 personas refugiadas y desplazadas malviven tras haber tenido que huir con lo puesto, después de que atacaran y arrasaran sus pueblos. Son solo una pequeña muestra de los 1,7 millones de sursudaneses que escaparon de sus hogares en contra de su voluntad.
Mande sufre una infección del trato respiratorio, algo muy común entre los más pequeños, más vulnerables de contraer enfermedades e infecciones debido a las malas condiciones de vida.
Sin embargo, en nuestro hospital de Doro, se siente como en casa: su padre es conductor de Médicos Sin Fronteras y su madre trabaja limpiando el centro.
Pero no todos los niños de Sudán del Sur tienen su misma ‘suerte’.
En este país, muchos son forzados a cometer actos de extrema violencia antes incluso de llegar a la adolescencia. Les obligan a presenciar, y a veces también a sufrir ellos mismos, agresiones físicas y psíquicas.
Son los llamados niños soldado. Niños y niñas que no pudieron ser niños; niños y niñas sin infancia reclutados a la fuerza por alguno de los grupos armados presentes en el país.
Con tan corta edad, vivieron separados de sus familias durante meses o incluso años, en condiciones precarias, expuestos a todo tipo de riesgos para su integridad física y psíquica, sin cuidados médicos ni alimentación adecuada y sin recibir educación.
“Soportar una vida así es difícil para cualquiera, pero todavía lo es más durante la infancia y la adolescencia, cuando el impacto sobre el desarrollo personal, emocional y social y sobre la salud física y mental es enorme”, explica Alexandra Bagney, nuestra psiquiatra y responsable de salud mental en Yambio, una localidad en el suroeste del país donde atendemos a aquellos niños que pudieron dejar las armas.
“Por si fuera poco, una vez que fueron liberados o que se escapan y regresan a casa, los niños muchas veces ya no tienen familia (puede que todos hayan muerto o hayan huido) y sufren el rechazo de la comunidad. Todo ello les lleva a no tener medios de subsistencia, a pasar hambre y a no poder regresar a la escuela”, indica.
Quieren regresar a la escuela
Alexandra sabe de primera mano, a través de los testimonios de muchos pequeños, que su mayor temor “es que las milicias vuelvan a buscarlos y que los obliguen a regresar con ellos”.
“Algunos se plantean quitarse la vida antes que volver a aquello y muchos lloran al recordar las terribles escenas que vivieron”, confiesa tras señalar que su mayor deseo es “regresar a la escuela y proseguir su educación para tener un futuro”.
Porque, a pesar de las situaciones que vivieron y de las enormes dificultades que siguen padeciendo, la capacidad de estos niños para superar la adversidad es impresionante.
En este sentido, nuestro trabajo a la hora de atenderles tanto médica como psicológicamente es fundamental. “Nuestro proyecto en Yambio busca tratar los síntomas postraumáticos que sufren (pesadillas, miedos, ansiedad, tristeza y depresión) y ayudarlos a recuperar su vida normal”, detalla.
Y es que no hay mayor recompensa que “ver a un niño recuperar su alegría y sus ganas de vivir”.
Por eso mismo, la labor de Alexandra, junto a la de nuestros compañeros psicólogos en Yambio, es conseguir que la mayoría de estos niños soldados “se recuperen, se sientan más fuertes para enfrentarse a los retos futuros y vuelvan a ser los niños que nunca debieron dejar de ser”.