Desde finales de 2017, en varias regiones de Colombia comenzó un recrudecimiento de la violencia que en los últimos meses ha alcanzado niveles que recuerdan los peores momentos del conflicto armado a finales del siglo pasado y comienzos del presente. Contrario a lo que se esperaba luego del Acuerdo de paz con las Farc, y aunque hubo un respiro temporal durante los primeros meses de la pandemia, hoy las poblaciones de varios departamentos del país están nuevamente asediadas por las amenazas, los asesinatos, las masacres, los desplazamientos y los confinamientos producto de las disputas entre diversos grupos armados.
Médicos Sin Fronteras ha sido testigo de esta realidad en Nariño y Norte de Santander. En 2020, las comunidades de Magui Payán han tenido que desplazarse siete veces por cuenta de los enfrentamientos entre grupos armados por el control de este territorio para aprovechar su ubicación estratégica en el Pacífico nariñense. A inicios de octubre, nuestros equipos visitaron algunas comunidades aledañas al río Patía y encontraron que todos los habitantes de la vereda San Luis se encontraban desplazados en otras veredas y otros municipios.
En la zona rural de Cúcutá, Tibú y Puerto Santander la dinámica ha sido parecida. En julio, cerca de 800 personas se refugiaron en tres escuelas luego de la masacre de ocho personas en la vereda Totumito-Carboneras. Dentro del grupo de personas desplazadas se encontraban colombianos, venezolanos e indígenas Wayuú. Alrededor de 800 personas estuvieron concentradas 18 días en esos lugares antes de comenzar a regresar a cuentagotas a sus veredas. MSF ofreció atención en urgencias, salud primaria y salud mental durante la emergencia y en los últimos meses ha realizado visitas de seguimiento en salud mental a algunas de las personas desplazadas.
En todas sus intervenciones, nuestros equipos han detectado que las principales afectaciones a la salud física de las poblaciones desplazadas y confinadas están relacionadas con las condiciones del entorno, principalmente por fallas en el suministro de agua y el saneamiento, lo que conlleva con frecuencia a la presencia de afecciones gastrointestinales y de la piel. En la mayoría de los casos los pacientes atendidos reportaron no haber tenido acceso a servicios médicos por largos periodos, lo cual es especialmente grave en casos de personas con enfermedades crónicas como diabetes, hipertensión y trastornos mentales que no han recibido el tratamiento adecuado.
En cuanto a la salud mental, el impacto por los enfrentamientos, la repetición de los mismos y la sensación de riesgo permanente impiden que las personas puedan sentirse seguras. Esta situación genera un alto nivel de estrés, preocupación y miedo en las personas, que derivan en diagnósticos de ansiedad y depresión. La permanencia del conflicto impide retomar el proyecto de vida, pues se mantiene incierto el panorama de seguridad en sus lugares de origen. En la medida en que la situación es inestable, la población se ve expuesta a un constante sufrimiento emocional.
Estos impactos directos de la violencia se ven agravados por hecho de que los sufren poblaciones que han permanecido excluidas de la atención en salud durante periodos prolongados. El conflicto es crónico. La ausencia de respuestas instituciones, también. En estas regiones la ausencia de personal capacitado y estructuras adecuadas es el denominador común, por lo que ser atendido en una urgencia, o acceder a una consulta de salud primaria o salud mental se convierte para estas personas en un imposible. Y mientras el conflicto arrecia, las posibilidades de que este panorama cambie son cada vez más escasas.