Desde hace más de 10 minutos, Ahmed*, de 57 años, frunce el ceño mientras habla: su enfado es muy visible. De repente y de forma sorprendente, su rostro se ilumina con una sonrisa mientras hace una pausa, cierra los ojos ligeramente y sacude la cabeza. Este instante de felicidad surge cuando recuerda su vida anterior, en su hogar, en Kirawa, una aldea en el noreste del estado de Borno, cuando todo era normal. Para mostrar de qué habla, Ahmed se mete la mano en el bolsillo y saca cuatro carnets.
Uno es el de su esposa, otro muestra su afiliación a un partido político que ya ha desaparecido, mientras que los otros dos lo identifican como miembro de dos asociaciones de agricultores.
Para Ahmed, significa mucho ser reconocido oficialmente como agricultor.
“En Kirawa, podía cosechar hasta 20 sacos de grano al año”, dice con una sonrisa. “Sembraba maíz, cebollas, tomates y otros cultivos. Plantábamos todo el año, durante las estaciones lluviosas y las secas”.
Eso era cuando había paz, antes que el conflicto entre las tropas del Gobierno y Boko Haram irrumpiera e interrumpiera la vida de los habitantes de la zona y obligara a Ahmed y a su familia a huir a Camerún, justo al otro lado de una frontera marcada por un río. En Camerún vivió un año antes de decidirse a unirse a quienes regresaban a Nigeria. El constante hostigamiento de los soldados cameruneses que les decían, según cuenta Ahmed, que volvieran a su país, le llevó a tomar la decisión de retornar.
Conflicto en Nigeria, problemas en Camerún
“Nos presionaban para que nos fuéramos. En esa situación, ¿qué debíamos hacer? Habíamos oído que, en otros lugares, estaban subiendo a camiones a refugiados nigerianos que eran trasladados a otras zonas. No queríamos esperar a que nos sucediera lo mismo”, explica Ahmed. “Así que decidimos marcharnos antes de que nos llevaran a algún lugar desconocido. A eso de las 3 de la madrugada nos juntamos y salimos de allí. Al amanecer ya estábamos en el puesto de control militar antes de entrar en Pulka (una ciudad en el sur del estado de Borno situada a apenas 15 kilómetros de Camerún).
A diferencia de lo que les pasó a otros que fueron retornados sin previo aviso, Ahmed tuvo tiempo para recoger sus pocas pertenencias y poder llevarlas.
Llegadas casi a diario
A medida que se intensifican los enfrentamientos, muchas personas procedentes de aldeas de la región de Gwoza están llegando casi a diario a Pulka. Estos nuevos desplazados han estado atrapados durante años por el conflicto, años en los que no han podido salir de sus aldeas. Algunos logran huir en medio de la noche, mientras que otros son recogidos por los soldados en las misiones militares. Desde diciembre de 2016, cuando el ejército intensificó sus operaciones, las cifras de desplazados han aumentado. En este periodo, Pulka ha registrado más de 11.300 nuevas llegadas.
“En febrero llegué con mi hija desde Barawa. Tardé tres días andando por la carretera con mi pequeña sujetada a la espalda Me llevó tres días llegar aquí con mi pequeña atada a mi espalda. Era muy difícil mantener el ritmo de los demás desplazados. Tenía que seguir caminando porque no me esperaban para descansar”, recuerda Asha*, una joven de 22 años que hace un año perdió a su padre a manos de Boko Haram.
Los que consiguen llegar afirman que sobrevivir en los lugares de donde proceden es todo un desafío diario. No hay hospitales en servicio ni mercados abiertos porque los han quemado y las posibilidades de cultivar son muy limitadas. Como resultado, la mayoría de ellos llegan en mal estado a Pulka. Están débiles y hambrientos; algunos tienen que ser transportados en carretillas y muchos niños sufren conjuntivitis.
Se calcula que más de 42.000 personas viven ahora en Pulka. La ciudad acoge a desplazados internos, repatriados y miembros de la comunidad de acogida que no pudieron huir cuando Boko Haram atacó la localidad. La situación de seguridad sigue siendo volátil y los movimientos dentro y fuera de la población están estrechamente regulados por el Ejército, lo que hace que la población no pueda alejarse para cultivar o buscar leña.
El resultado es que los residentes dependen, en gran medida, de las distribuciones de alimentos hechas por el Gobierno y las agencias humanitarias. A pesar de la disponibilidad de alimentos, la población sigue pasando hambre debido a la falta de leña para cocinar. Dos piezas de leña cuestan 50 nairas nigerianos (0,14 euros); una cantidad muy elevada y que además resulta insuficiente para preparar una comida para una familia. A medida que Pulka continúa recibiendo desplazados, aumenta la presión sobre los servicios básicos, especialmente sobre la atención sanitaria, y la provisión de agua en un contexto en el que, además, la presencia de actores humanitarios es muy limitada.
* Los nombres han sido modificados por razones de seguridad.