Ana se preocupa por lo que va a llegar: “¿Hasta cuándo vamos a estar así? No sabemos. Hasta que uno de los dos grupos enfrentados, pierda, pues. Queremos un futuro para nuestros hijos, nuestros nietos”.
“Íbamos en el coche con mi marido, sus primos y la mujer de uno de ellos. Nos dirigíamos a la ciudad más cercana, bajando la sierra. Salieron unos hombres armados, conducían camionetas. Hicieron bajar a los cuatro hombres y se los llevaron. A las dos mujeres, nos ayudó un señor que pasó luego por allí con una moto, que nos llevó a la cuidad, donde pusimos denuncia. Estuvieron cinco días desaparecidos. Los encontraron después, al lado de la carretera, enterrados, muertos”.
Gabriela apenas suma dos décadas y tiene dos hijos. Estaba embarazada cuando mataron a su marido. Ahora, con un bebé de escasas semanas en brazos, prefiere no dar su nombre real y que su cara no sea visible. Teme represalias porque en la zona todavía pesa la tensión. Tensión entre los grupos criminales y otros actores armados. Hay que ser prudente. Pero no por ello permanece muda.
“Pensaba que iban a volver, que todo había sido una equivocación. Que los regresarían. Eran hombres que no se habían metido en nada, trabajaban en el campo. Cuando me dijeron que estaba muerto, me fui con mis padres. Di a luz fuera de aquí, con su ayuda. De hecho quiero irme de aquí, alejarme de este lugar de tanta violencia. Montar un negocio, lo que sea, hasta irme de misionera he pensado, pero tengo a los niños pequeños. Aquí tengo todos mis recuerdos, los de la infancia, los de la familia, los de mi esposo”.
Gabriela, que ha acudido desde uno de los pueblos cercanos a la clínica móvil que desplegamos en la zona, reclama: “Las víctimas eran jóvenes, tenían toda la vida por delante, tenían entre 17 y 26 años. No sabemos qué va a pasar. Qué es lo próximo. ¿Que ataquen a mujeres y niños? Mi hijo mayor, con 2 años, dejó de comer, dejó de caminar. Desde entonces, desde hace seis meses estamos sin luz, sin poder movernos, sin acceso a medicinas, sin escuela. Somos muchas las familias inocentes viviendo aquí”.
La tensión permea toda actividad. “Uno se siente desolado, porque no puede trabajar con tranquilidad, por miedo. No podemos ir al monte como solíamos, a ver cómo están las vacas, a ayudarlas a parir, por ejemplo. Ahora guardamos a las preñadas en un corralito cerca. Antes, con una vaca preñada, iba a verla al monte a cada momento, cuando me parecía, para vigilarla”, explica Ana.
A sus 60 años, es testigo de una huida de los vecinos que ya no soportan la violencia. “Ayer se fue una familia más. Venderán sus vacas a cualquier precio y ‘adiós’ y quién sabe si van a regresar. Los maestros todavía no han vuelto: teníamos kínder, primaria y secundaria. Ahora nada. ¿Hasta cuándo vamos a estar así?, no sabemos. Hasta que uno de los dos grupos enfrentados, pierda, pues. Queremos un futuro para nuestros hijos, para nuestros nietos”. Dos de las aulas ahora vacías de la escuela se han convertido en improvisado campamento para acoger a nuestros equipos, que iniciaron sus visitas a la población en noviembre de 2018.
Riqueza primero; violencia después
Más arriba, en una comunidad en lo alto de la Sierra Madre, los más viejos del lugar recuerdan cómo se formó el pueblo. “Cuando llegué, de pequeña, eran cuatro casas”, dice Ana María, de 70 años. Don Gabino, su marido, a su vez, explica que la zona fue poblada por vecinos de Michoacán que tuvieron que huir a raíz de la guerra de los Cristeros (1926-1929). La Sierra hizo honor a su nombre y proveía a sus habitantes de maíz, frijoles, calabazas, papas… Luego sus frutos dejaron de ser exclusivamente comestibles y fue generosa en el cultivo de otros, marihuana y amapola, que trajeron riqueza primero, violencia después.
Ana María fue la comadrona del pueblo. “He mochado el ombligo a 35 niños. Ahora hace ya cuatro años que no lo hago. Como no tenemos médico, nos apañamos con curas tradicionales”. Y explica remedios contra la sinusitis, contra la picadura del alacrán o los soplos en el corazón. “Las mujeres embarazadas a punto de parir o con algún problema bajan a la ciudad más próxima, pero con mucho miedo”.
“Cuando atacaron el pueblo, nos quedamos en casa, sin salir, sobrevivimos con lo que teníamos, con lo que cultivamos. Mucha gente se ha ido, por miedo o por estar involucrada. Da miedo, sobre todo por los niños, porque les puedan hacer daño”, dice Elvira, que llegó al pueblo hace 20 años. Como otras mujeres, ella también acompaña a su marido al campo. “Una siente que acompañándolos les protege”. Los ataques han sido de madrugada y luego ya en la mañana, con los niños en el colegio, donde se pudieron cobijar. “Da miedo por los hijos, que están empezando a vivir como para vivir una vida así. Y uno se plantea porqué mis hijos tienen que vivir esta vida, por qué uno tiene que vivir esta vida, si no hemos matado, si no hemos robado, si no hemos quitado nada a nadie y uno vive con esa pregunta y con el temor por los niños”, se lamenta Carmen, reunida con otras mujeres.
Confinados durante meses
Sin luz, obligados a esperar a ser escoltados para poder bajar a la cuidad a avituallarse, a cobrar, sin comerciantes que lleguen a vender o peones a trabajar, sin poder vender el aguacate o arriesgar la vida para poder bajarlo al mercado.
“Intentamos ir recuperando cierta normalidad. Con placas solares ya va llegando internet, se ha abierto alguna tiendita, empezamos a salir de casa. Pero sí recuerdo que, al principio, cuando llegaron por primera vez los Médicos Sin Fronteras, yo personalmente sentí que vienen a rescatarnos, vienen a apoyarnos. Mucho apoyo sentimos, con los psicólogos, con los médicos, sí sentimos alivio”, explica Melania.
Las mujeres hacen un listado de cosas que desearían para la zona: educación, caminos y carreteras arregladas, apoyo para la creación de puestos de trabajo y que Guerrero deje de ser, como es, un lugar del que salir para buscarse la vida (a otros Estados, a Estados Unidos).
Remacha Melania: “Nosotros tenemos nuestras raíces aquí y no queremos dejar nuestra tierra, tenemos ilusión y sabemos trabajar el campo, nos gusta el campo. Por eso, queremos luchar por la paz, para que nuestros jóvenes no emigren a otros países, dejando a las madres llorando, porque aquí no hay un empleo donde mantenerse”. Pero, primero, una necesidad más acuciante que expresa Carmen: “Tranquilidad, más que nada, saber que no van a venir a atacar otra vez”.
Nuestra clínica móvil ha estado visitando el pueblo desde que hubo noticias de su confinamiento. Las visitas llegan a su fin. El retorno a cierta normalidad, el trabajo de médicos y psicólogos que ha fortalecido a la comunidad, y la creación de un comité de salud con vecinos permite que la clínica pueda dirigirse a otros lugares con necesidades más urgentes.