“Eso fue a las nueve de la noche, había mucha gente, se escucharon tiros, salimos corriendo, pero al rato volvimos cuando la cosa se calmó. Fue muy duro, sentimos mucho miedo, pero no teníamos otra opción. Y aquí seguimos todavía”. Así recuerda Ana* el momento en que junto a unas 100 personas venezolanas y colombianas retornadas invadieron un lote al lado de la carretera a las afueras de La Gabarra, un pueblo fronterizo del nororiente de Colombia que vive en guerra desde hace más de cinco décadas.
Lo siguiente fue desmontar el terreno, que significa eliminar toda la capa vegetal para establecer las bases de las futuras casas sobre el suelo firme. “Salían culebras por todos lados. Trabajamos una semana bajo el sol, con hambre y con sed hasta que pudimos quitar todas las raíces. Luego medimos con unas cabuyas y cada familia agarró un pedazo de 10 metros de largo por 9 de ancho; así arrancamos a construir poco a poco nuestros ranchitos”, continúa.
Ana es una mujer de 45 años que regresó a La Gabarra en 2016 tras haber vivido casi toda su vida en Venezuela, a donde llegó con su familia huyendo del conflicto armado colombiano cuando ella era una bebé de meses. “Allá teníamos la vida realizada, yo vendía hallacas, morcillas y empanadas para darles estudio a mis dos hijos. Cuando vi que con lo que trabajaba ya no me alcanzaba ni para alimentarnos, agarramos las cosas y nos vinimos. Al principio vivimos en arriendo, pero como acá si uno tiene plata para una cosa no le alcanza para la otra, nos tocó invadir este terreno para asegurarnos por lo menos un techo”, recuerda.
Dos años después de esa primera noche, el Divino Niño, como lo bautizaron, se ha convertido en un asentamiento de alrededor de 450 casas construidas en su mayoría con palos de madera rolliza como columnas, lonas verdes y negras de construcción convertidas en paredes y techos de zinc. Los árboles de plátano le dan un aire rural al lugar y los árboles más grandes que sobrevivieron a la transformación proporcionan un respiro al calor y a la humedad agobiantes.
Al Divino Niño el agua llega una vez cada dos días y solamente por un par de horas. La electricidad, el gran orgullo de la comunidad porque fue gestionada autónomamente, funciona con intermitencias y la falta de acueducto se ha intentado solucionar con pozos sépticos (aunque pocas casas los tienen). En algunos lugares la basura se acumula pese a que desde hace unos meses pagan el servicio de recolección con la empresa municipal. “En estos dos años todo esto ha cambiado mucho, lo único que no ha cambiado es el miedo con el que vivimos”, confiesa Ana.
Huir de la escasez para vivir en guerra
La Gabarra es un corregimiento ubicado a 80 kilómetros de Cúcuta, Norte de Santander, en la región del Catatumbo, que se hizo tristemente conocido en Colombia luego de la masacre de al menos 77 personas en 1999 por grupos paramilitares. Pero la violencia venía de antes. Desde finales de la década de los 70, con la incursión de las guerrillas, esta ha sido una zona en disputa por sus yacimientos de petróleo y gas, por la fertilidad de sus tierras para la palma aceitera y los cultivos de coca, y por su posición privilegiada en la frontera con Venezuela.
La disputa hoy continúa irresuelta y sigue exponiendo a la población a afectaciones directas e indirectas. Aunque se esperaba que la situación cambiara con el Acuerdo de paz entre las Farc y el gobierno colombiano en 2016, en esta región la violencia ha persistido e incluso aumentado en los últimos meses. A este escenario conflictivo se suma la migración masiva de miles de migrantes venezolanos y colombianos retornados, quienes inevitablemente han entrado a hacer parte de las dinámicas cotidianas de la región.
Durante la semana, el Divino Niño es un lugar habitado principalmente por mujeres y niños. Los pocos hombres que se encuentran en esos días son los desempleados o los que se ocupan en tareas de construcción y mecánica de carros o motos. Los demás pasan la semana en fincas trabajando como raspachines (recolectores) en los cultivos de coca, una labor riesgosa y desgastante que es la principal fuente de empleo para ellos.
“Mi pareja trabaja en lo que trabaja todo el mundo aquí”, cuenta Lina*, una mujer proveniente del Estado Zulia que también estuvo entre los primeros habitantes del asentamiento. “Algunos trabajan como ayudantes de obra o en los talleres de mecánica, pero son muy pocos puestos y pagan poco. Entonces esa es la única opción que nos queda para sacar la plata para sobrevivir”, completa.
Los cultivos llegan a ser tan grandes que un recolector puede caminar hasta cinco kilómetros con una carga de 50 kilos al hombro para depositar la hoja en los cambuches de acopio. Además, en muchos casos el contacto con las hojas genera raspaduras y graves alergias de piel. Dependiendo de factores como el clima, la calidad de la mata y la habilidad propia, en una semana un trabajador puede ganar entre 200 y 800 mil pesos colombianos.
Sin embargo, Ana piensa que ningún dinero compensa el riesgo al que están sometidos por vivir en un contexto así: “Cuando mis dos hijos están por allá en las fincas yo me pongo a orar porque no sé en qué momento van a quedar atrapados en un enfrentamiento, o van a llegar a fumigar y me los van a meter presos. Es un trauma muy grande con el que vivo por eso”, lamenta.
Lo urgente y lo importante
La violencia en el Divino Niño es un ruido de fondo que se diluye a medida que las necesidades básicas imponen su urgencia. Pese a la mejora relativa en el acceso a los servicios públicos, la situación sigue siendo precaria para la mayoría de las familias del asentamiento. Y esto tiene un impacto directo en la salud, principalmente de niñas y niños. “Acá los bebés se nos enferman mucho de infecciones intestinales, respiratorias y de la piel. También da mucho paludismo (malaria)”, explica Lina.
Estas enfermedades están relacionadas directamente con las condiciones de vida, pero se agravan por la falta de acceso a la atención en salud por parte de un sistema público desbordado por la magnitud de las necesidades. “Si una niña tiene diarrea o fiebre y uno no cuenta con el dinero para una consulta particular no la atienden en ningún lado. Cuando está Médicos Sin Fronteras (MSF) recurrimos a ellos, pero en otros casos nos toca ir a una farmacia a ver qué les recetan o preparar alguna infusión en la casa”, cuenta.
La llegada de miles de migrantes venezolanos y colombianos retornados ha representado un enorme reto para las instituciones de salud colombianas, sobre todo en regiones donde la presencia del Estado es débil y donde además tampoco llega la ayuda internacional. En el caso de La Gabarra, MSF es la única organización humanitaria que apoya actualmente esta población con servicios de salud primaria, mental y comunitaria.
“Nosotros empezamos brindando nuestros servicios desde finales de 2018 en clínicas móviles quincenales, pero en agosto del año pasado decidimos modificar el enfoque. Como las patologías que estábamos viendo en los consultorios tenían su origen principalmente en las malas condiciones de vida en los hogares, decidimos intervenir allí a través de actividades de agua y saneamiento y de promoción de salud comunitaria”, cuenta Johana Vinasco, Gestora de actividades médicas de MSF en la región del Catatumbo, Norte de Santander.
Un análisis de la organización encontró que tres de las cinco principales causas de enfermedad en Divino Niño estaban relacionadas con el uso y el consumo de agua no segura, es decir, captada de fuentes directas, almacenada en condiciones inadecuadas (generando la proliferación de mosquitos) y consumida sin tratamiento previo. Hoy, la totalidad de las casas habitadas en el asentamiento tienen un filtro de agua, un artefacto compuesto por dos baldes de plástico unidos a través de una vela de parafina que no cuesta más de cinco dólares, y que permite por un lado la obtención de agua limpia y por otro evita la generación de mosquitos, vector de transmisión de malaria.
“Los casos de diarrea por tomar aguas sucias han bajado casi a cero y también tenemos menos casos de paludismo porque ha mejorado la manera como guardamos el agua y como manejamos la basura”, confirma Lina, quien hace parte del comité de salud que se conformó para facilitar el acceso a los distintos servicios por parte de la comunidad del asentamiento. “Ahora lo que nos tiene preocupadas es el tema de la alimentación de los niños, hemos visto muchos bajitos de peso porque a sus familias no les alcanza para darles la comida suficiente”.
Ante esta preocupación de la población, entre el 24 y el 27 de febrero realizamos un tamizaje nutricional a 211 de los 214 niños menores de cinco años identificados en el Divino Niño y encontró un caso de desnutrición severa y seis de moderada. “Es una situación manejable a través de alimentos terapéuticos. Si bien los habitantes del asentamiento tienen problemas de acceso a una dieta de calidad, lo cual es un factor preocupante, la incidencia de la desnutrición en los menores es baja. El tamizaje es también importante para tranquilizar a una población que es normal que se preocupe por las circunstancias en las que se encuentra”, afirma Vinasco.
“Una buena noticia gracias a dios”, confirma Ana con una sonrisa que al instante cambia por un gesto adusto, “de todas formas sabemos que esto es una victoria momentánea. Acá nos ha tocado acostumbrarnos a cosas que nunca nos imaginamos y sabemos que lo importante es sobrevivir. El resto viene por añadidura”, concluye.
*Nombres cambiados por seguridad.