Por Philippe Latour, responsable de Comunicación Operacional, y Giorgio Contessi, responsable del servicio de Medios
Imaginá que dejas tu casa con apenas unos pocos minutos para decidir qué llevarte, agarras a tu hijo de la mano y abrís la puerta sin saber cuándo vas a volver. Desde Siria hasta México, de Bangladesh a República Democrática del Congo, millones de personas tuvieron que huir de sus hogares en los últimos años.
“Les digo a mis hijos que, cuando sea el momento de morir, moriremos”, dice Ana. Tiene siete hijos y está sentada a la puerta de su cabaña improvisada en la aldea de Aburoc, en la región del Alto Nilo, en Sudán del Sur. Primero huyeron de la ciudad de Malakal; después, el año pasado, tuvieron que huir otras dos veces, porque sus casas fueron destruidas en los enfrentamientos. Y llegan a zonas donde no hay donde refugiarse ni tampoco agua y comida.
“Esta huida constante de una ciudad a otra creó una grieta en la capacidad de la comunidad para tomar decisiones. Algunos planifican con antelación, pero otros siguen mental y físicamente agotados por la terrible experiencia del año pasado”, dice Paiva Dança, que dirige nuestros proyectos en Aburoc.
Nuestros equipos han acompañado a muchas de estas personas durante todo el traumático viaje. De hecho, dos de los proyectos fueron destruidos en los enfrentamientos y, cuando la población huyó, nos marchamos con ella.
Al igual que en Sudán del Sur, en muchos lugares del mundo brindamos asistencia sanitaria y apoyo a las poblaciones que se han visto obligadas a abandonar sus hogares.
Inestabilidad permanente
En República Democrática del Congo, los movimientos de población fueron masivos durante décadas. En enero de 2018, había más de 4,5 millones de desplazados internos, en su mayoría debido al conflicto. También hay refugiados llegando desde los países vecinos: desde mediados de 2017, decenas de miles huyeron del brutal conflicto en la vecina República Centroafricana y se establecieron en la orilla congoleña del río Ubangi.
Muchas de estas personas siguen yendo a sus casas y huertas para cuidalas, ya que están a solo unos kilómetros. No dejan de moverse, viviendo en la incertidumbre como refugiados o retornados ‘a tiempo parcial’ según el momento y sufriendo siempre las consecuencias del estatus que les toque.
“Un refugiado nos contó que unos milicianos lo hirieron con un machete. Había regresado a recoger lo que quedaba de su cosecha de café y le dijeron que ya no tenía derecho a hacerlo puesto que había elegido vivir al otro lado”, explica Sébastien Jagla, nuestro coordinador de proyecto.
Violencia sin fin
En Oriente próximo, el conflicto sirio causó uno de los mayores movimientos de población de las últimas décadas: 5,4 millones de personas huyeron del país desde 2011 y 6,1 millones están desplazadas dentro de sus fronteras.
En zonas como el este de Daraa, en el sur de Siria, casi la mitad de la población estaba desplazada en 2016 y 2017. “Había personas cuyas casas habían sufrido daños en los ataques, en algunos casos múltiples veces, y que seguían viviendo allí en condiciones de vulnerabilidad”, apunta el doctor Ghassan Aziz, responsable de nuestro programa de salud.
El resto del mundo no es inmune a estas oleadas de personas que dejan todo atrás para salvar la vida. América Latina ha visto en los últimos años un éxodo masivo de personas de todas las edades que huyen de la violencia devastadora en Honduras, Guatemala y El Salvador; muchas entran en México con la esperanza de llegar a Estados Unidos, pero también sufren violencia a lo largo de la ruta de escape.
Un camino de obstáculos
“Durante mucho tiempo habíamos oído hablar de Europa. Sabemos que es un buen lugar, donde puedes sentirte como en casa. Era igual de peligroso regresar por el desierto, así que decidí aprovechar la oportunidad. Tomé esta decisión para salvar la vida”.
Es el testimonio de John, de 30 años, nigeriano. Es una de las muchas personas que, una mañana, se despiertan dándose cuenta de que ir al mercado es una pesadilla y que no pueden llevar a sus hijos a la escuela. Que durante semanas o meses ven sus vidas reducidas a tener que sobrevivir. Que viven en un infierno y entonces alguien les cuenta que un primo se fue a Europa. John es una de las muchas personas que soñó que, marchándose, todo sería mejor.
La ruta es un camino de obstáculos. A menudo, estas personas caen en manos de traficantes que negocian con la esperanza de quien lo ha dejado todo atrás y se aprovechan de que no hay una alternativa legal para huir de la violencia, el abuso y la explotación. Decenas de miles de personas de África se encuentran así estancadas en Libia, recluidas en centros de detención horribles. Entre ellas hay muchas personas vulnerables, mujeres embarazadas, niños y enfermos.
“Había mucha violencia. Me golpeaban con las manos, con palos y con pistolas. Si te moves, te golpean. Si hablas, te golpean. Pasamos meses así, siendo golpeados todos los días”, nos contó una mujer eritrea de 26 años. Los relatos de cientos de supervivientes y sus cicatrices dibujan la magnitud de ese sufrimiento.
Los refugiados, migrantes y solicitantes de asilo que tratan de salir de Libia deben abrirse paso hasta la costa mediterránea y lanzarse a una peligrosa travesía hacia Europa. No todos lo consiguen. En 2017, murieron en el Mediterráneo 3.115 personas; es el total oficial, pero el número real es mucho más grande. Las otras fronteras están cerradas: entre Francia e Italia, las de las islas griegas, las de los Balcanes. El viaje no termina nunca.
Crisis de desplazamiento
En 1997, había 33,9 millones de refugiados y desplazados en el mundo. En 2016, eran 65,6 millones de personas. 61% son desplazados internos; 39% son refugiados en otros países. En concreto, 55% de los refugiados son sirios, afganos y sursudaneses.
Una crisis de muchas: Bangladesh
Desde agosto de 2017, unas 680.000 personas de la etnia rohingya han huido de la violencia en Myanmar y ahora están refugiadas en Bangladesh. Llenarían 7 veces el Camp Nou o, lo que es lo mismo, 806 aviones Airbus 380. (Fuente: ONU y Centro de Monitoreo de Desplazamiento Interno (IDMC)).