A finales de julio de 2020, en Bagdad (Irak) empezó a suceder algo extraño. El personal médico y de enfermería que sudaban bajo el calor del verano iraquí notaron que, mientras sus unidades de cuidados intensivos de COVID-19 estaban cada vez más llenas, las salas para casos menos graves se vaciaban.
“La capacidad de los hospitales estaba al límite en Bagdad y la gente estaba asustada, por lo que recurrieron a la atención domiciliaria”, explica Omar Ebeid, coordinador de nuestro proyecto en Bagdad. “La gente dejó de ir a los hospitales. Solo llegaban cuando era ya tan tarde que iban a morir casi seguro».
Los hospitales de Bagdad están acostumbrados a flujos repentinos de heridos a causa de los bombardeos que siguieron a la invasión estadounidense y los siguientes largos años de conflicto. Sin embargo, cuando el COVID-19 comenzó a extenderse por las calles de la ciudad el verano pasado, rápidamente se evidenciaron las debilidades de un sistema de salud sobrecargado.
«Intentamos hacerle una prueba, pero no pudimos», dice Hiba acerca de su madre, Neamat, quien enfermó en noviembre. “Hicimos una tomografía computarizada y vimos que sus pulmones estaban todos blancos, muy dañados por el coronavirus. Como soy farmacéutico, pensé que podríamos gestionarlo en casa. El hospital fue lo último en lo que pensé». Sin embargo, al final, la condición de Naemat se deterioró mucho y Hiba se vio obligado a llevar a su madre a un hospital público. “Había un médico diferente todos los días y cada médico escribía una receta diferente. Solo había dos o tres enfermeras para unos 20 pacientes; para ellos era imposible».
Así, nuestros equipos brindaron apoyo en la unidad de cuidados respiratorios del hospital al Kindi durante todo el verano. Vieron de primera mano las crecientes necesidades y cómo el hospital no podía hacer frente a la avalancha de pacientes con COVID-19 que necesitaban un seguimiento cercano y constante.
«Era comprensible que viéramos a muchos empleados asustados por el COVID-19 y reacios a trabajar», dice Gwenola Francois, nuestra coordinadora general en Irak. «Los médicos superiores a menudo estaban ausentes del hospital, y los jóvenes no podían tomar decisiones vitales sin ellos. Eso fue lo más difícil».
Por lo tanto, acordamos con las autoridades de salud sumar nuestra propia sala de tratamiento de COVID-19 dentro del mismo hospital al Kindi -abrió en septiembre de 2020 con 24 camas y luego se expandió a 36-.
En la unidad circulan personal médico, de enfermería y demás profesionales con mascarillas y batas azules, tomando constantes vitales, ajustando la configuración de los ventiladores y explicando a los familiares cuál es la situación del enfermo y qué tratamientos le están dando.
“Antes veíamos cómo, a veces, los cuidadores podían ser violentos con los trabajadores de salud cuando un miembro de la familia moría”, explica Ebeid, coordinador del proyecto. «Tratamos de evitar reacciones tan violentas aumentando nuestra comunicación con las familias y, afortunadamente, no hemos tenido ningún problema».
Este nivel de comunicación cobra especial importancia en una unidad que ha atendido a muchas personas muy enfermas, con un saldo de muertos reflejo de la gravedad de los casos recibidos: de 168 personas ingresadas entre septiembre de 2020 y el 7 de febrero de 2021, el centro registró 86 fallecidos.
“Desde el punto de vista médico, la situación aquí ha sido muy difícil”, dice la Dra. Aurélie Godard, nuestra especialista en cuidados intensivos que trabajó en al Kindi en septiembre y octubre pasados.
“Como los pacientes dudan si ir al hospital, llegan muy tarde, con niveles de oxígeno muy bajos y muchas complicaciones. Cuando comenzamos, la tasa de mortalidad de los pacientes críticos era casi del 100% y, aunque la hemos reducido, sigue siendo muy alta. Pero trabajar con los colegas iraquíes fue increíble: rápidamente desarrollamos nuevas formas de trabajar juntos y comenzamos a poder dar de alta a algunos pacientes que antes habrían muerto”.
“Durante los primeros días de mi trabajo dudaba un poco”, recuerda Mahmud Faraj, un enfermero cercano a Mosul que trabaja con nuestra organización en Bagdad. “Era luchar contra el COVID-19 durante 5 o 6 horas al día mientras otras personas huían de esta nueva y peligrosa enfermedad. Pero, cuando al final traté con los pacientes y vi cómo cambiaban sus condiciones y lo felices que se ponían al mejorar, sentí que estaba brindando un gran servicio».
Existe un contraste enorme entre el mundo dentro de la sala –donde muchos pacientes luchan por respirar o están inconscientes con máquinas que respiran por ellos- y el mundo exterior -donde la vida continúa sin muchas señales de que el COVID-19 se ha cobrado un precio doloroso en Irak-.
El uso de mascarillas es limitado y los negocios están abiertos. Con el país sumido en una crisis económica y sin apoyo estatal, muchos iraquíes no han tenido más remedio que seguir trabajando con normalidad a pesar de la pandemia. Desgraciadamente, muchas personas tampoco usan mascarillas en público, a pesar de que es oficialmente obligatorio.
Aunque el número de casos y las admisiones en la sala han disminuido tanto en diciembre como a principios de enero, durante las primeras semanas de febrero han aumentado de forma preocupante.
“Estamos vigilando de cerca la situación porque este aumento es preocupante para nosotros”, dice François, nuestro coordinador general. «Estamos dispuestos a seguir apoyando a las autoridades sanitarias iraquíes en caso de que los hospitales vuelvan a estar abrumados».
François enfatiza que el uso de máscaras, el lavado de manos y la práctica de la distancia social es clave para reducir la gravedad de una posible segunda ola.