Por Sandra Zanotti, psicóloga y coordinadora del área de salud mental en el hospital materno-infantil que gestionamos Goyalmara (Cox´s Bazar, Bangladesh).
La crisis de los refugiados rohingya se está convirtiendo en algo crónico sin visos de solución a corto plazo y eso, en términos de salud mental, se traduce en que vemos cómo muchos de los que asisten a nuestra consulta de salud mental se refieren cada vez más a la angustia que les provoca su situación actual y menos al trauma de su salida de Myanmar.
Hay que recordar que muchos vieron cómo quemaban sus pueblos y cómo familiares, vecinos y amigos eran atacados e incluso asesinados frente a sus ojos. Aun así, el presente les empieza a pesar más que el pasado.
Una experiencia traumática de años tiene un impacto en la salud mental de cualquier persona, pero si hablamos de un niño o un adolescente, cuatro o cinco años de angustia constante tienen un peso aun mayor que en un adulto. Simplemente es una buena parte de sus vidas, y además lo viven en una etapa clave para su crecimiento emocional, por lo que los efectos a medio y largo plazo pueden ser de muy largo recorrido.
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En adolescentes, lo que vemos en consulta son síntomas vinculados a la depresión, como la falta de apetito, la pérdida de interés en actividades que solían disfrutar, sentimientos de desesperanza y malestar corporal; en los casos en que había alguna patología previa vemos muchos casos que no dejan de empeorar.
La angustia de muchos jóvenes está vinculada a algo tan obvio como la absoluta falta de posibilidades de seguir su educación.
Muchos sienten que su futuro se ha esfumado, lo ven completamente negro y ven que las pocas esperanzas de cumplir algún sueño se desvanecen. No pueden estudiar, así que no hay futuro, pero tampoco pueden trabajar así que para los mayores tampoco hay mucho presente.
En la cultura de muchas familias rohingya, los roles están bastante marcados, y lo que se espera tanto de un chico como de una chica está bastante claro: por ello, no poder aspirar a seguir ese camino que han seguido sus padres y sus abuelos se convierte en una losa muy pesada.
Es el caso de un paciente que llega a la consulta recién a los 21 años con todos estos síntomas que han ido aumentando en el último tiempo; se encuentra que debería tener la posibilidad de sostener una familia como se espera de él pero eso no es así, y no ha podido encontrar la manera de sobrellevar esos sentimientos que comentamos, por lo cual consulta teniendo incluso ideación suicida, y le causa dolor sentir que nadie lo entiende a pesar de que para nosotros es claro que su problema no es individual sino colectivo.
En cuanto a los más pequeños, a pesar de la resiliencia que se suele atribuir a los niños y las niñas, las condiciones en los campos hacen muy difícil un desarrollo mínimamente normal. Muchos no van ni a la escuela -la pandemia hizo que se cerraran las escuelas que impartían conocimientos básicos para los menores- y ni siquiera hay espacios aptos en los que puedan interactuar o jugar con otros niños y niñas. Recién ahora se están re-abriendo esos espacios, después de un año y medio, por lo que habrá que ver el impacto que generó estar tanto tiempo sin ningún tipo de estimulación positiva.
Hay que tener en cuenta que hay familias que llevan aún más de cuatro años, pero incluso las decenas de miles que llegaron en el verano de 2017 han seguido creciendo, sumando nuevos miembros mientras que el espacio físico sigue siendo el mismo. En ocasiones incluso se ha reducido, ya que las familias que han perdido sus refugios en incendios o inundaciones suelen ver como su nuevo espacio es menor que el anterior. Cada campo y cada casa están cada vez más llenos y eso tiene un impacto en la salud mental de los refugiados.
Los niños absorben la tensión creciente entre familiares y vecinos, lo cual deja una huella que ya se empieza a ver, pero que también se manifestará más adelante.
Para los niños y niñas es común copiar de los adultos a su alrededor actitudes negativas como los gritos o tratos bruscos. No es fácil hacer predicciones porque cada persona es un mundo, pero podemos decir que todas estas condiciones tendrán un impacto en el desarrollo a medio y largo plazo de muchos de estos menores y adolescentes.
Hay aspectos muy concretos que pueden parecer chocantes para los que hemos crecido en entornos diferentes. Por ejemplo, en lo relativo a la intimidad o en entender los roles dentro de la familia. Muchos niños tienen camisetas, pero nada más, con lo cual corretean medio desnudos. En esas condiciones, si se quiere prevenir o detectar situaciones de abuso, es muy complicado siquiera explicarle a un menor cosas básicas como que son las «partes privadas». ¿Cómo lo van a entender si son de todo menos privadas?
También detectamos aspectos preocupantes por ejemplo en el estilo de juegos de muchos niños y niñas. Es difícil para muchos simplemente acceder a un juguete, con lo cual no saben cómo reaccionar cuando les mostramos uno en consulta, y eso se relaciona de forma directa con problemas en el desarrollo cognitivo y emocional de un niño o una niña.
En particular es preocupante a su vez la situación de niñas y adolescentes. Un entorno sin cuidados o espacios adecuados que incluyan seguridad, privacidad e iluminación las hace más vulnerables a todo tipo de situaciones. Además, la edad para el matrimonio que se considera adecuada culturalmente es apenas después de la primera menstruación, y la presión para las adolescentes se incrementa porque para las familias sin recursos encontrar un buen esposo para sus hijas puede representar una ayuda económica esencial. Ante estas situaciones, la rebeldía ante los padres simplemente no es una opción, así que en vez de atravesar un proceso adolescente saludable, muchas chicas rohinya enferman. Nos llegan casos de adolescentes jóvenes con cuadros severos que incluyen incluso catatonia, mutismo, convulsiones y síntomas de apariencia psicótica.
Artículo originalmente publicado en El País.