Por Steve Hide, Coordinador General de Médicos Sin Fronteras en Colombia.
En algunas zonas rurales de la costa pacífica nariñense, el remedio local para la mordedura de una serpiente venenosa cuesta lo mismo que un ataúd.
«Usted puede elegir: la cura o el ataúd. De cualquier manera, tendrá que pagar», explica Francine*, una anciana curandera tradicional, sentada en la entrada de su casa de madera.
La casa está junto a un río marrón que varios kilómetros más adelante desemboca en el océano pacífico. En muchas partes del río, las orillas están cubiertas de pequeños arbustos que hacen parte de las plantaciones de coca que se extienden por las tierras planas circundantes, salpicadas aquí y allá de árboles nativos, de plátanos y ñames. En este punto, los cultivadores se pasean por la orilla del río cargando costales y machetes que se balancean al ritmo de sus pasos.
Entre tanto, Francine, enumera una lista de serpientes que muerden a las personas que trabajan en los cultivos: la verrugosa, la serpiente venenosa más grande de Sudamérica; la talla equis, una víbora más pequeña pero igualmente peligrosa; y la papagayo, a la que le gusta esconderse en los árboles. Sus recetas de hierbas son secretos familiares estrictamente guardados durante generaciones. Claramente la gente confía en ella lo suficiente como para tomar la cura.
El negocio de Francine depende, hasta cierto punto, del hecho de que hay pocas alternativas de salud en este remoto rincón de Colombia. El puesto de salud más cercano está a seis horas en canoa con motor fuera de borda. La gasolina es escasa, y además costosa, e incluso si puedes conseguir un aventón, tal vez los grupos armados que patrullan la zona no te dejen salir.
Estos son los tres factores que excluyen del acceso a la salud a las comunidades afrocolombianas en las zonas rurales de la costa del departamento de Nariño: años de abandono institucional, selva aparentemente interminable y ríos sinuosos, y el riesgo de encontrarse con hombres armados en cada curva.
Me ha llevado dos días llegar hasta aquí: un día en carro por caminos llenos de barro, luego dos viajes en canoa y una caminata por la selva. Estoy aquí trabajando con Médicos Sin Fronteras como parte de un equipo médico que lleva atención sanitaria a los pueblos de la ribera del río. Los médicos y enfermeros están ocupados tratando de adaptar un puesto de atención improvisado en una escuela abandonada. El primer reto que enfrentan es qué hacer con la multitud de nidos de avispones que cuelgan del techo. El equipo de MSF y nuestros contactos locales parecen estar en dos bandos: ignorar los insectos, que ahora vuelan a nuestro alrededor; o hacerlos salir con humo.
-«Déjalos en paz y no te picarán», dice alguien. Adoptamos esa estrategia y pasamos los siguientes días acompañados por avispones volando a nuestro alrededor.
Al día siguiente, aparecen nuevos rostros en la aldea: un grupo de hombres de aspecto duro sentados en sillas de plástico en un terreno vacío. Tomo la iniciativa de unirme a ellos para hablar de salud.
Al principio parecen incómodos, pero pronto estamos charlando sobre los alimentos locales preferidos, como el borojó, una fruta de la selva que se vende ampliamente como afrodisíaco en las ciudades colombianas pero que es un alimento básico rico en vitaminas en las comunidades locales.
Más tarde esa noche veo al mismo grupo de discusión sentado en las mismas sillas, ahora armados con ametralladoras. Me pregunto si no estaré armando un avispero. Después de la cena pasamos frente a ellos camino a bañarnos en el río. Los combatientes gritan un alegre «buenas noches». Hasta ahora todo bien.
Ellos parecen estar en su espacio, pero es difícil saber cómo son vistos por los lugareños. Su presencia está relacionada con las plantaciones de coca, que a intervalos son erradicadas a la fuerza por las tropas estatales que llegan de repente en helicóptero. Pero ellos también están allí para defender la zona de otros grupos armados ilegales que están entrando a la zona.
Las armas son un ingrediente esencial para la producción de cocaína y, bajo su sombra, la gente es reacia a hablar abiertamente sobre el conflicto. Lo que parece claro es que todos acá tienen miedo de moverse. Alguien me dice que su hermano fue asesinado recientemente en un puesto de control en el río.
Los equipos de MSF estuvieron en esta zona poco después de que los pobladores fueran obligados a punta de pistola a huir a la selva; cuando volvieron encontraron sus casas saqueadas, sus cultivos destruidos y los cuerpos desmembrados de las víctimas del combate enterrados alrededor de la vereda.
«Fue un acto simbólico de terror», me dice Samuel, un compañero de MSF con mucho conocimiento de la zona. «Convirtieron la vereda en un cementerio».
MSF envió un equipo médico y psicólogos al lugar. La salud mental es un tema importante por las secuelas que pueden dejar los eventos violentos. Y estos eventos están aumentando.
El tan alabado proceso de paz de 2016 entre el gobierno y las FARC apenas se ha cumplido aquí, e incluso puede haber empeorado las cosas, ya que grupos fragmentados de la región costera del Pacífico se pelean por el territorio dejado por la guerrilla. Las masacres y los desplazamientos masivos son acontecimientos mensuales, y otros incidentes menos visibles, como los confinamientos, los combates y los asesinatos individuales, se suceden constantemente.
Samuel dirige esta jornada de MSF en la zona. Tiene un buen conocimiento de la geografía y el contexto local, aunque es fácil perderse rápidamente en la sopa de letras de los grupos armados: GUP, FOS, ELN, AGC, E30FB, Frente 30, Los Cuyes y Los Contadores.
¿Cómo navega MSF por este laberinto de obstáculos para llegar a las comunidades vulnerables con asistencia médica? Una ventaja es la experiencia de 30 años de la organización trabajando en el conflicto colombiano.
«Los combatientes más viejos nos recuerdan de los tiempos pasados, y eso ayuda», dice Samuel, que es consciente de que los jóvenes combatientes podrían suponer un mayor riesgo para los equipos médicos que entran en zonas peligrosas.
Los ciclos repetitivos del conflicto se hacen aún más evidentes cuando Samuel me muestra fotos de un puesto de salud cercano hecho trizas y con las paredes agujereadas con metralla de granadas, resultado del combate entre actores armados a principios de año. Los equipos médicos de MSF visitaron la comunidad un mes después. La ironía es que hace diez años los equipos de MSF trabajaron en el mismo lugar durante una primera oleada de combates. De hecho, en aquel entonces MSF reconstruyó el mismo puesto de salud.
«A veces parece que estamos dando vueltas en círculos», dice Samuel.
Pero esta vez la organización tiene una nueva estrategia. En lugar de centrarse en los puestos de salud y en las infraestructuras (que tienden a caer de nuevo), MSF ha adoptado un «enfoque centrado en la gente» para aumentar su resistencia a los repetidos ciclos de conflicto, explica Samuel.
Eso significa ubicar los equipos de MSF de forma más permanente en las comunidades, dando atención médica directa, pero también comprometiéndose con los sistemas tradicionales de autocuidado que ha desarrollado la comunidad.
«Incluso antes del conflicto, estas comunidades crearon sus propios mecanismos para hacer frente a la situación de abandono estatal en salud, a menudo basados en prácticas de salud tradicionales», dice Samuel.
Esto explica por qué ahora estoy río arriba hablando con una partera anciana sobre cuánto cobra por dar a luz a un bebé. «Son 200.000 pesos por niño y 100.000 por niña», dice, aunque no aclara por qué los niños cuestan más.
Durante los próximos días, mientras el equipo médico está ocupado atendiendo pacientes al tiempo que esquiva avispones en el consultorio improvisado, deambulo por la comunidad hablando con sanadores espirituales que arreglan el mal de ojo, yerbateros que tratan la malaria con plantas locales, y un cosero que cose las heridas por 20.000 pesos la puntada.
La mayoría de los adultos tienen heridas, a menudo de machetes afilados, y no todas son accidentes. El alcoholismo y las disputas domésticas son frecuentes en estas comunidades ribereñas.
Luego nos encontramos con Wilson*, un microscopista de un pueblo río abajo. Él es uno de los últimos integrantes de una antigua red de lugareños entrenados para usar un microscopio para detectar los parásitos de la malaria en muestras de sangre.
Hace años, cada municipio tenía un microscopista, además de un potente microscopio, algunos suministros básicos de laboratorio y una caja de píldoras contra el paludismo para tratar los casos positivos. Esto les permitió a muchos obtener un diagnóstico y un tratamiento que les salvó la vida y que les ayudó a combatir una enfermedad que les afectaba más a menudo que ninguna otra.
Pero como muchas cosas en la Colombia rural, el sistema aquí se ha ido deteriorando lentamente. Los microscopistas ya no son contratados por los departamentos de salud locales, los suministros rara vez llegan, y, sin un mantenimiento adecuado, en los microscopios está creciendo moho.
¿Podría revivir el sistema? Wilson tiene esperanzas: ha hecho pruebas a 22 pacientes en dos días, de los cuales 13 dieron positivo para la cepa de falciparum más mortal. Pero aun así tendrán que viajar al hospital para recibir tratamiento – o intentar con el remedio herbal de cultivo propio.
Los yerbateros también usan sus brebajes antifebriles para tratar la COVID-19, que supuestamente llegó a su punto máximo en la zona el pasado mes de mayo. Muchos usan las infusiones de matarratón, un arbusto común en toda Colombia, cuyas hojas son un alimento básico para los remedios caseros y ahora se promocionan como una cura milagrosa para el COVID-19.
Pero si el COVID-19 ha mermado su incidencia, el paludismo y las enfermedades localmente conocidas como «virosis» o «quiebrahuesos» – como el dengue, el Zika y el chikungunya – todavía persisten. Hay una larga fila de personas con síntomas esperando fuera de la clínica improvisada.
En uno de los salones, encaramados en desvencijadas sillas escolares, los niños están coloreando en hojas fotocopiadas por cortesía del psicólogo de MSF que trajo lápices y papel. «Esto los mantiene ocupados mientras sus madres esperan en la clínica», dice.
Con la falta de planificación familiar y de atención en salud reproductiva, muchas madres tienen varios hijos, y están ansiosas por recibir los implantes anticonceptivos que pueden evitar el embarazo durante cinco años.
Los niños están en todas partes, ocupados en una fascinante variedad de juegos usando todo lo que tienen a la mano. Algunos construyen helicópteros con palos y hojas y los envían en espiral por el aire. Otros hacen girar trompos hechos a mano o corren por el pueblo tras un neumático de bicicleta rodante. Observo a un grupo de niños -ninguno de ellos mayor de ocho años- tomar una canoa y propulsarla río arriba usando palos de madera para los remos. Otros vadean en las aguas poco profundas en busca de cangrejos.
Me imagino que este idilio es de corta duración. Se espera que los jóvenes adolescentes recojan coca en las fincas, que pueden estar a varias horas de viaje en canoa desde el pueblo. Se espera que las adolescentes formen familias a los 15 años. Esa es también la edad en la que los grupos armados vienen en busca de combatientes.
En la actualidad las bandas no reclutan niños por la fuerza, explica el maestro de la escuela local. Pero unirse a un grupo es atractivo para jóvenes impresionables con pocas alternativas. Mantener a los niños fuera del conflicto es claramente una lucha cuesta arriba.
«Todas las semanas intervengo con las familias para tratar de mantener a sus hijos en la escuela y estudiando», me dice.
La estrategia más exitosa es el fútbol, por lo que en su tiempo libre el maestro entrena cuatro equipos -dos de niños y dos de niñas- y ha organizado una liga con otras veredas, contando con donaciones para comprar pelotas y redes. «A los jóvenes les encanta jugar y competir, y eso los mantiene cerca de la escuela y lejos de otras influencias», dice.
En la clínica, los pacientes siguen haciendo fila y los niños siguen coloreando. Pero en mi ausencia, alguien vino a luchar contra los avispones en la escuela rociando los nidos con productos químicos. Los insectos fumigados yacen muertos en el suelo del aula. Algunos chicos han dejado los colores para recoger los cuerpos marrones y ponerlos en fila, con las alas bien dobladas. La coexistencia ha terminado.
Mientras tanto, los hombres armados beben ron en el salón de billar y revisan sus celulares de alta gama. Me pregunto cuánto tiempo coexistirán aquí antes de que grupos rivales vengan a quitarles el control de la zona.
Ese día podría llegar más temprano que tarde, explica Samuel, señalando su mapa. Ya hay otro grupo de combatientes disidentes de las FARC, el Frente 30, que se está extendiendo desde los Andes hasta la selva y los ríos. Su actual trayectoria podría llevarlos pronto a este pueblo.
Por supuesto, una tregua podría prevalecer. Pero el resultado más probable es que haya más conflicto, con las comunidades aterrorizadas y confinadas en sus pueblos. Y entonces aún menos posibilidades de una visita al hospital.
Esto hace que la búsqueda de MSF para colocar equipos de salud en estas aldeas sea más urgente. Eso será un reto en el conflicto actual. El avispero está a la espera.
Steve Hide actualmente es el Coordinador General de Médicos Sin Fronteras en Colombia, y escribió este artículo después de una visita a áreas de Nariño afectadas por el conflicto donde MSF está presente.
*Los nombres de las personas se han cambiado para proteger sus identidades.