El Título 42, invocado por la administración Trump en marzo de 2020 y prorrogado en repetidas ocasiones por la administración Biden, permite expulsar inmediatamente a personas que buscan refugio en la frontera estadounidense. Se ha autorizado cerca de un millón y medio de expulsiones de Estados Unidos a ciudades peligrosas fronterizas del norte de México, donde el acceso a albergues es limitado, así como los servicios básicos y bajo la amenaza constante de violencia y extorsión a manos de bandas criminales o de la policía local.
Nuestros equipos en la zona son testigos de las consecuencias en la salud física y mental de migrantes y peticionarios de asilo afectados por el Título 42. Además, desde hace dos años, venimos enfatizando junto con otros expertos médicos sobre la ausencia de justificación legítima en la salud pública para la aplicación del Título 42. Es una política xenófoba disfrazada de protección de salud pública que no hace más que poner en peligro a personas vulnerables. No hay excusa para seguir abusando de la orden y rechazar a los solicitantes de asilo y bloquear su derecho a buscar protección. El gobierno de Biden debe rescindir el Título 42 inmediatamente y no seguir abusando de una política cuestionable para bloquear el derecho al asilo de quien lo necesita.
Aquí exponemos diversos testimonios de personas migrantes recién expulsados de Estados Unidos en virtud del Título 42, ahora varadas en Piedras Negras, en la frontera entre Estados Unidos y México.
Amanda Maribel Sánchez, de Copan y Lempira
“En México no me quedaría. Es como estar en mi país”.
© Yesika Ocampo/MSF
Amanda viaja sola con sus dos niños de tres y seis años. Ha escapado de un exmarido violento y teme por su vida si regresa a Honduras. Relata un angustioso viaje hacia el norte, hacia Estados Unidos, durante el cual sufrió violencia sexual. Lleva un año en México, sin acceso a un refugio seguro y sin tener sus necesidades básicas cubiertas. Consiguió cruzar a Estados Unidos, pero fue rápidamente expulsada y no se le dio la oportunidad de solicitar asilo.
«Hace unas semanas, saltamos al río. La corriente nos arrastró, pero conseguimos cruzar [a Estados Unidos]. Después, inmigración nos detuvo. En el centro de detención, nos hicieron tirar todas nuestras cosas, la ropa y todo. Incluso me quitaron una cadena y un rosario.
Les pedimos asilo y les dije que no podía volver a Honduras. Les pedí una llamada para hablar con el consulado y no me la dieron. Solo me dijeron que no había asilo para niños pequeños.
En Piedras Negras, vamos escondiéndonos. No podemos salir a la calle porque la policía nos persigue. Nos persiguen como si fuéramos animales, y tenemos que darles dinero para que no nos detengan. En los centros de acogida solo nos dan comida, tenemos que dormir en la calle o en casas abandonadas, pero allí también nos persigue la policía.
Vivimos en una casa abandonada. Dormimos en el suelo sin mantas. Ha sido muy duro porque mi hija está muy delgada, mi hijo siempre está sucio y yo también. Están sin escuela, sin medicinas, porque nos cierran las puertas y no quieren ayudar. Pasamos mucha hambre.
Lo que más deseo es llegar allá [a Estados Unidos] a trabajar para que él [su agresor] no me encuentre y mis hijos crezcan. No me quedaría en México. Esto es como estar en mi país».
Marvin Ulloa, de San Pedro Sula
“Somos seres humanos con necesidad”.
Marvin viaja con su mujer y su hija de dos años. Huyó de Honduras en abril de 2021, temiendo por su vida tras el asesinato de un familiar. Se le negó el asilo en México y cruzó el río para llegar a Estados Unidos en febrero. Estuvo detenido bajo custodia estadounidense antes de ser expulsado a México.
Él y su familia viven con miedo en una casa abandonada en Piedras Negras y corren el riesgo de ser expulsados por las autoridades locales. No hay refugios, dice, y los que hay no se los puede permitir. A continuación, describe los abusos físicos en la detención estadounidense y las deplorables condiciones de vida de los solicitantes de asilo expulsados a México:
«La noche del 13 de febrero cruzamos el río hacia Estados Unidos y la policía de inmigración nos atrapó. Me golpearon. Ya había intentado cruzar otras veces y no me habían tratado tan mal. Esta vez tiraron todas las cosas que traía, cosas importantes. Quizá no les importen, pero a mí sí.
Les llamé la atención y se enfadaron. Me agarraron por el cuello, me tiraron al suelo y me esposaron. Tenía la cara en el suelo y él [un agente de inmigración] me puso el pie en la cabeza. Llegaron más agentes y me golpearon. Mi hija se tapó los ojos y empezó a llorar, pero no les importó. Mi mujer también lloraba y se intentó parar, pero la agarraron y la volvieron a sentar.
Nos llevaron a una habitación. Pregunté si había un abogado que pudiera ayudarme a defenderme y me dijeron que no. No me explicaron nada, ni siquiera comprobaron si estaba bien. Pusieron una colchoneta en el suelo y me quedé allí, soportando el frío y el miedo. No dormí bien, me dolía todo el cuerpo. Tenía la cabeza hinchada. A las 7 de la mañana vinieron a dejarnos aquí en la frontera.
No había agentes femeninos para registrar a las mujeres. Solo había hombres que las tocaban, las revisaban y les tocaban los pechos. Lo hacían con una mujer, la tocaban.
Me preocupa mi salud, que vaya a perder la memoria. Ayer vi a alguien que conocía y no lo reconocí. Toda esta parte [su cabeza] me hace daño. Por eso quiero ir a ver a MSF, para que me den medicinas. Me afectó mucho la paliza que me dieron en el centro de detención de Eagle Pass [Texas]. Allí hay cámaras y creo que lo que me hicieron fue grabado.
Ayer los inspectores, inmigración y la policía fueron a la casa abandonada. No quieren que estemos allí, pero estamos en la calle y nos echan. Mi mujer sale a pedir limosna con la niña y creen que somos unos furtivos. No somos ladrones. Somos seres humanos necesitados.
Quiero llorar, pero finjo ser fuerte. Como hombre, podría soportar esto, pero con una familia, no quiero que sufran aquí, soportando hambre y frío.
Me gustaría llegar a los Estados Unidos. Quiero irme a otro lugar, a otro país donde alguien pueda ayudarnos. Aquí no hay ayuda».
Alicia, de San Pedro Sula
“No se puede caminar por la calle”.
© Yesika Ocampo/MSF
Alicia salió de Honduras en noviembre de 2021, viajando con su marido de 30 años y su hija de ocho meses. En su viaje fueron extorsionados por las autoridades de Guatemala y México. En diciembre de 2021 se entregaron a las autoridades estadounidenses en el mirador del río en Piedras Negras y fueron rápidamente expulsados bajo el Título 42.
«Sé que no hay asilo, pero no teníamos otra alternativa. Queríamos que nos escucharan, que nos dijeran que estábamos amenazados de muerte y que no podíamos volver. Esta primera vez nos detuvieron y nos tomaron fotos, huellas digitales y, sin ninguna explicación, nos devolvieron a Piedras Negras.
Volvimos a intentar cruzar a Estados Unidos, de noche. Nos metieron en lo que llaman «hieleras» [cuartos de retención mantenidos a temperaturas incómodamente bajas] con los niños. Nos acostamos con mantas en el suelo. Nos dieron manzanas, galletas y agua. Esta vez nos trataron un poco mejor. Un agente de inmigración nos explicó que nos iban a devolver a México por el Título 42.
Nos dieron pañales a los que teníamos bebés en brazos. Mi hija estaba enferma, tenía fiebre. Al amanecer nos subieron a un camión de la Patrulla Fronteriza, todos éramos hondureños. Esto fue el 28 de diciembre de 2021.
A mucha gente le tiran los papeles. Cuando nos detuvieron en Estados Unidos, tiraron todo lo que habíamos traído. Papeles, ropa, medicinas, leche para mi bebé. Si saben que nos van a devolver, ¿por qué tiran nuestras cosas a la basura? Para ellos son cosas que no importan, pero para nosotros es todo lo que tenemos.
Dicen que a causa del COVID no pueden recibirnos en Estados Unidos, pero cuando nos detuvieron no nos tomaron la temperatura. No hay distanciamiento [físico] en las celdas y solo nos ofrecieron gel antibacteriano cuando nos tomaron las huellas dactilares. Nadie nos preguntó si teníamos síntomas de COVID.
El problema de que nos quedemos en México es que, aunque tengas tu identificación y papeles en regla, la policía te quita el dinero.
Lo que nos queda es esperar en la calle, sin ayuda de nadie, protegiéndonos de los grupos criminales que hay en México. No tendría ningún problema en esperar si realmente nos fueran a ayudar. Sabemos que hay miles de personas esperando asilo. Pero aquí no está permitido ni siquiera caminar por la calle«.
José María Paz Celaya, de San Pedro Sula
“Tememos por nuestras vidas”
© Yesika Ocampo/MSF
José abandonó Honduras debido a las malas condiciones económicas y a las amenazas de las bandas locales. Trabajaba en el transporte, un sector en el que muchas personas son objeto de extorsión por parte de las bandas en Honduras. Tras el tercer atentado contra su vida por no pagar, dejó a sus hijos -de 12, 9 y 6 años- con su madre y su padre y se puso a salvo en Estados Unidos. Viajó en tren y en camión y estuvo encarcelado en México durante varios meses, donde alega que sufrió abusos tanto mental como físicamente. Intentó cruzar la frontera con Estados Unidos y fue rápidamente detenido y golpeado bajo custodia estadounidense, dice.
«El agente de inmigración me preguntó si tenía marihuana y le dije que no fumaba. Insistió y le contesté lo mismo. Quiso desnudarme y le dije que eso estaba prohibido, que era indigno. «Tú no pones las reglas aquí, no estás en tu país, maldito inmigrante», me dijo. «Vale», le dije, «pero no me vas a desnudar». Y no me dejé desvestir.
Me golpearon en la cara, me tiraron al suelo y caí de bruces. Me esposaron las manos y los pies como si fuera un delincuente y me hicieron arrodillar durante una hora. No te preguntan nada, ni tu nombre ni tu apellido. No te preguntan por qué vienes de tu país, si fuiste amenazado en tu país, no les importa.
En Piedras Negras es horrible, vives bajo la amenaza de que [los delincuentes] te secuestren. Vivimos con el terror de caminar por la calle, y como llevamos mochilas, saben que somos migrantes y nos quieren secuestrar, pero no tenemos dinero. Venimos de nuestros países, emigrando para escapar de las amenazas sin saber que estamos entrando en una situación que a veces es peor.
A veces no duermo por miedo a que me pase algo. Nos alojamos en una casa abandonada de los alrededores con otros tres compañeros de viaje. Dos de nosotros dormimos y dos se mantienen despiertos para cuidarse mutuamente. La mayoría de los que estamos aquí tememos por nuestras vidas«.
Mónica, de Tegucigalpa
“Nos miran como a la peor escoria del mundo”
© Yesika Ocampo/MSF
Mónica salió de Honduras con su marido y sus dos hijos -de tres y ocho años- hace cuatro meses. Se fueron porque los pandilleros querían que su marido vendiera drogas para ellos y porque su negocio se vio muy afectado por la pandemia del COVID-19 y ya no podían pagar el alquiler.
Tomaron el tren hacia el norte y describen haber sido testigos de una violencia terrible: una mujer fue violada, a otras les robaron, otras se cayeron del tren y las dejaron por muertas en la carretera. Describe que la Fuerza Coahuila [policía local] la echó de una estación de autobuses donde dormía con su familia y la golpeó. Actualmente viven en una casa abandonada. Depende de un refugio local -Frontera Digna- para obtener medicamentos cuando los niños se enferman. Ella y su familia ya intentaron pedir asilo en Estados Unidos y fueron rápidamente expulsados.
«Intentaremos cruzar cuando Dios nos dé la oportunidad de llegar allí. Ya lo hemos intentado dos veces y fue muy difícil. La última vez caminamos durante cuatro noches, sin comer durante dos. En el desierto hay agua, pero no hay comida. Los niños no lo soportaron y decidimos entregarnos.
Cuando detienen a alguien, lo tiran todo. Si te sobra un poco de comida, la tiran allí, la ropa, los cordones de los zapatos, todo. No dejan absolutamente nada y si tienes que regresar a México es volver a empezar de nuevo.
Los niños me dicen: «Mami, vamos a regresar a Honduras». Ya no tenemos casa a la que regresar porque a los dos días de salir nos la quemaron. Allí estaríamos peor porque si volvemos, nos van a matar. Son personas que no se andan con chiquitas. Lo destruyen todo. Para calmar a mis hijos, les digo que volveremos pronto.
No quiero quedarme en México porque como migrante te miran como si fueras extraño, no como un ser humano sino como la peor escoria de la tierra».