María Simón ha sido nuestra coordinadora general en República Centroafricana (RCA) hasta hace escasos días. Ahora, ya de vuelta, compara la actual situación de tensión con los momentos más álgidos del conflicto que marcaron al país entre 2013 y 2014.
Si entonces el conflicto derivó en un enfrentamiento inter-confesional en el que los grupos armados eran adscritos a una religión (Seleka, musulmanes; Antibalaka, cristianos), en la actualidad son diferentes fracciones de los antiguos Seleka los que se baten entre ellas. Hemos observado que los grupos enfrentados están armando a la población civil y que el país vive un repunte de la tensión que recuerda, siniestramente, a los años más violentos de la crisis.
“En este último año, las tensiones entre grupos Antibalaka y grupos ex-Seleka se habían reproducido esporádicamente. Sin embargo, desde hace unos meses, el conflicto ha cambiado y diferentes grupúsculos ex-Seleka comienzan a enfrentarse por el control del territorio.
A todo esto hay que sumar que, ahora, se da un componente, de persecución étnica hacia la población Peuhl, seminómadas y, muchos de ellos, trashumantes ganaderos, con una tensión ancestral con las comunidades agrícolas. Los grupos ex-Seleka han llegado a aliarse con los Antibalaka para luchar contra el UPC (Unidad por Centroafrica, en siglas en francés), un grupo armado de mayoría Peuhl.
Unos y otros están, asimismo, entregando armas de forma masiva a la población civil, un hecho especialmente preocupante que puede desencadenar una espiral de violencia mucho mayor.
Estamos viendo un incremento de tensión que no habíamos visto desde los momentos más terribles de la guerra en 2013 y 2014.
Fue en esa época cuando llegué por primera vez a RCA, en octubre de 2013. Entonces mi trabajo se desarrollaba en los proyectos en el norte, cerca de la frontera con Chad. En esos momentos, se sucedían los episodios de violencia inter-confesional en Bangui, la capital, cuando se atacaban a los cristianos y, posteriormente, a los musulmanes. La ciudad estaba engullida, al igual que la población, en la falsa dicotomía ‘o Seleka o Antibalaka’.
Pese a que nuestros proyectos vivían una relativa calma, era difícil mantener la moral de nuestros compañeros, muchos de ellos procedentes de Bangui, muchos de ellos cristianos, que tenían que olvidar lo que estaban pasando sus familiares para tratar a pacientes musulmanes o a combatientes Seleka.
Fueron momentos duros también cuando Kabo se convirtió en zona de paso de los centenares de camiones que transportaban a musulmanes que tenían que ser evacuados de Bangui, amenazados de muerte. Miles de personas, mujeres, niños, ancianos, apilados en un viaje de días que los llevaba de la capital al exilio como refugiados en Chad o a campos de desplazados en el norte de RCA.
Muchas mujeres estaban embarazadas. Algunas habían llegado a dar a luz en el camión. En nuestro hospital tuvimos que atender a víctimas de los grupos Antibalaka que habían disparado contra los camiones. Por fortuna, las armas que portaban entonces eran rudimentarias, de caza y los heridos que llegaron no presentaban lesiones de extrema gravedad. En caso contrario, hubiera muerto mucha más gente. Los desplazados llegaban exhaustos, deshidratados, hambrientos, y sobre todo, aterrorizados. Fue horrible.
Un episodio horrible
Y desde luego tengo que recordar que, al final de mi primera misión en el país, se produjo uno de los sucesos más complicados para MSF: la masacre del hospital de Boguila, en abril de 2014, causada, creemos, por un grupo de combatientes incontrolados, cuando el país se estaba ya dividiendo en dos áreas de influencia y cuando los Seleka ya habían sido oficialmente disueltos. En el robo al hospital fueron asesinadas 19 personas, tres de ellos compañeros nuestros. Fue un mazazo muy duro.
Así, suspendimos temporalmente nuestras actividades en los proyectos, excepto las intervenciones de emergencia. Hay que recalcar que, cuando se ataca a un hospital, se agrede a toda la comunidad a la que sirve, a las mujeres que están de parto, a los afectados por malaria o a los propios combatientes si resultan heridos.
Casi me sorprendió comprobar la situación a mi regreso en 2016. Con Bangui en una seguridad relativa, con elecciones generales que se habían celebrado en cierta calma gracias a un pacto de no agresión firmado por los grupos armados. Se había producido un regreso paulatino de ONG que durante la guerra y el golpe de estado de los Seleka habían evacuado a su personal.
La mitad de la población depende de la ayuda
Pero, pese a todo, y pese a un conflicto latente que eclosionaba en episodios de violencia, nunca se han reunido los fondos necesarios para cubrir las necesidades humanitarias del país. Naciones Unidas calcula que más de dos millones de personas, casi la mitad de los habitantes del país, dependen de ayuda externa, y que para facilitarla se requieren unos 400 millones de dólares. Sin embargo, no se ha llegado a completar ni el 13% de esta cifra.
La reproducción del conflicto actual —del que somos es testigos tanto del incremento del número de heridos o de desplazados y, como lo fueron nuestros equipos el mes pasado, de ejecuciones a machetazos—, supone y hace prever más sufrimiento y penuria para la población. Una población ya muy desmoralizada, desesperada y al límite de sus fuerzas, con ganas solo de que la violencia se detenga, de que todo esto termine, para aspirar a una vida normal, suspendida desde hace años.
Y eso no sucederá en un país donde la normalidad es la impuesta por las armas. Esta normalidad inaceptable también tiene sus consecuencias para los trabajadores humanitarios: RCA ocupó el pasado año el segundo lugar de países del mundo en que más incidentes violentos sufrieron (solo después de Siria), un síntoma evidente de cuán difícil es la situación. Si el personal humanitario es víctima de la violencia, solo cabe imaginar cuál es el alcance de esta entre la población civil. Hay que recordar que la tensión actual ha creado 100.000 nuevos desplazados. El número de quienes han huido de sus casas asciende a 400.000, casualmente el mismo número de refugiados que han buscado protección en otro país. Hablamos pues de casi un millón de personas, en un país que no llega a los cinco millones de habitantes. Es inaceptable e inasumible”.