Actualmente hay 70,8 millones de personas que han sido obligadas a abandonar sus hogares en todo el mundo, más que en cualquier otro momento en la historia moderna. Son personas que han huido de peligros extremos, ya sea para escapar de bombardeos implacables, de un ejército invasor, de la violencia de pandillas u otras circunstancias que amenazan sus vidas.
En este Día Mundial de los Refugiados, presentamos esta historias de supervivencia, una colección de testimonios de primera mano de personas que han arriesgado todo por una oportunidad para conseguir seguridad y un mapa que muestra estas historias en todo el mundo. Trabajamos con ellos a diario. Por eso sabemos que nada, ni un muro, ni un océano, detendrá a las personas que solo intentan sobrevivir.
En Médicos Sin Fronteras (MSF) brindamos atención médica a refugiados y desplazados en todo el mundo. Nuestros equipos trabajan en zonas de conflicto donde millones de personas han sido desarraigadas, como Siria, Irak, Afganistán, Sudán del Sur y la República Democrática del Congo. En Europa y en América, brindamos atención en algunas de las rutas migratorias más peligrosas y mortales del mundo. Y, además, proporcionamos atención a un gran número de personas desplazadas en los principales países receptores de refugiados, como Pakistán, Bangladesh, Líbano, Uganda y Etiopía.
Con cada vez más frecuencia, las personas en movimiento están tratando de sobrevivir no solo a los angustiosos desafíos que supone la migración en sí, sino también a las perjudiciales políticas de disuasión que son puestas en práctica por gobiernos que intentan mantener alejados a toda costa a los migrantes y solicitantes de asilo.
Tácticas políticas para rechazar a los refugiados
En Estados Unidos, a lo largo de Europa y en todo el mundo, los refugiados no son bienvenidos. Algunos de los países más ricos del mundo están abandonando sus obligaciones legales internacionales y sus viejos compromisos por proteger a los refugiados y solicitantes de asilo. Muchos gobiernos están criminalizando la migración, haciendo chivos expiatorios a los refugiados y declarando que sus países están cerrados a los solicitantes de asilo. Las personas que buscan seguridad son tratadas como criminales, al igual que las personas y organizaciones que brindan ayuda humanitaria para salvar vidas.
En los últimos meses, nuestra vital asistencia humanitaria ha sido bloqueada en lugares como Nauru y el mar Mediterráneo, como un resultado directo de las políticas de disuasión.
Mientras tanto, los solicitantes de asilo y refugiados son rechazados y contenidos en países de ingresos bajos y medios, donde a menudo tienen dificultades para acceder a la atención adecuada que necesitan. Cada vez es más frecuente que las naciones más ricas del mundo proporcionen apoyo financiero y otros incentivos a países que están dispuestos a acoger a los refugiados. Esto está transformando la ayuda internacional, que debe asignarse en función de las necesidades de las personas, no como una herramienta para el control migratorio.
Lo que a menudo se pierde de vista en los acalorados debates políticos sobre la migración son los seres humanos, cuyas vidas se han visto afectadas por la violencia extrema y la persecución.
Historias de supervivencia
P.O, 27 años, de Nigeria a Italia
«Me mantuvieron en un centro de detención en Libia. Los hombres y las mujeres estaban todos juntos en la misma sala. A veces venían y se llevaban a una de las niñas. Rogábamos a Dios para que las trajeran de vuelta. Donde resido ahora hay personas que cuidan de mí. Me acompañan al hospital para mis revisiones. Es mi primer embarazo. Estoy esperando una niña. Espero que pueda vivir en un lugar más tranquilo que este. Mi beba se llamará Testimony.»
A finales de 2016, Médicos Sin Fronteras (MSF) introdujo un programa destinado a facilitar el acceso a la salud de los residentes de uno de los asentamientos informales más grandes de Italia, el antiguo mercado mayorista de frutas de Turín.
Aquí, al menos mil hombres, mujeres y niños, en su mayoría procedentes de África subsahariana y el Cuerno de África vivían en condiciones inadecuadas, hacinados, sin calefacción y frecuentes interrupciones en el suministro de agua y electricidad. Además, enfrentaban barreras lingüísticas para acceder al sistema nacional de salud.
M., 21 años, de Guinea a Italia
M., 21 años, de Guinea. Hace unos años se fue a Italia y ahora vive en el asentamiento informal en la ciudad de Turín. “Me caí de un camión y me rompí un brazo. Estuve en el hospital durante dos días y luego regresé al asentamiento. El personal de Médicos Sin Fronteras (MSF) me ayudó a obtener una tarjeta sanitaria y a ver a un médico. Luego me acompañaron al hospital para la operación y fisioterapia. También me ayudaron cuando decidí denunciar a mi empleador que no había informado que había sido víctima de un accidente de trabajo. No hablar italiano significa que no puedes hacer nada por tu cuenta».
Marilyn Díaz, venezolana en Colombia
«Llegué a Tibú (Colombia) hace año y medio, conocí a Médicos Sin Fronteras (MSF) porque me comentaron que había una jornada de atención a venezolanos, me acerqué porque tenía malestares físicos y porque el niño casi no comía. Llegué en la mañana y tuve que esperar a la tarde, pero me atendieron y al niño también. Él estaba mal de peso, le dieron cremitas (plumpy nut) y lo pusieron en control, primero cada semana y luego cada quince días. Afortunadamente ya está mucho mejor.
Cuando vinimos por primera vez a MSF yo estaba embarazada, me hicieron la prueba y me dieron medicamentos y vitaminas. También me dijeron que tenía que venir a control. Hace tres días di a luz y vine hoy para que me pusieran un anticonceptivo. El parto lo atendieron acá en el hospital, todo salió bien aunque otros venezolanos me metían miedo, me decían que no me iban a atender, que debería irme a Cúcuta porque acá me iban a dejar morir porque no atienden a los venezolanos. Yo tengo el PEP (Permiso Especial de Permanencia), pero el Sisbén (seguro de salud) está en trámite. Entonces cuando me dieron los dolores de parto me vine para urgencias y afortunadamente me atendieron rápido y todo salió bien.
Vengo del Estado Zulia, decidimos venir porque la situación estaba fuerte, mi esposo es barbero y no resultaba, el trabajo no daba para nada. Yo también trabajaba vendiendo desayunos en la calle, pero no me daba la base. Él se vino antes que yo, luego fue a buscarme y me vine con él y con el niño. Desde entonces no he vuelto a Venezuela, tengo ganas de regresar pero no se puede porque la situación está cada vez peor.
Por eso también le dije a mi papá que se viniera para acá. Él allá trabajaba transportando pasajeros, pero llegó el momento en el que no se conseguían cauchos (llantas), baterías ni repuestos. Ahora él trabaja acá vendiendo tintos, ya tiene una ruta establecida por los locales comerciales y afortunadamente le da para pagar el arriendo y los servicios. A pesar de eso, le ha dado paludismo tres veces en cuatro meses. Todas las veces hemos venido y nos han atendido y nos han entregado los medicamentos. El doctor le dijo que eso se transmite por un mosquito, y por eso le regaló también un mosquitero para protegerse. Nosotros creemos que es porque un vecino mantiene mucha agua empozada y hay muchos zancudos, pero no podemos hacer nada por ahora. Acá estamos sobreviviendo, pero no vemos la hora de regresar a nuestro país.»
Hay diferentes situaciones por las que una persona huye de su país y dependiendo de su motivos y la perspectiva del país receptor, será declarada Migrante o Refugiado. Para el caso de los venezolanos, se presenta una doble vulneración debido a que, además de las causas que los llevan a salir de su país, en el lugar receptor no se les garantiza acceso a la salud, alimentación o seguridad. Esta población huye de un país en crisis hacia un país en medio del conflicto armado y otras situaciones de violencia.
MSF se preocupa por las necesidades y condiciones humanitarias independientemente de las connotaciones jurídicas internacionales. Más allá de que sean clasificados migrantes o refugiados, es indispensable que haya una respuesta efectiva e inmediata a las condiciones humanitarias de esta población.
Nunahar y Abdul Zoleel, de Myanmar hacia Bangladesh
Nunahar y su esposo Abdul Zoleel en el hospital de Kutupalong. Nunahar y Abdul Zoleel huyeron de Myanmar después de que su hijo mayor, Irshadullah, fue asesinado en 2017. Actualmente viven en el campo de refugiados rohingya en Cox’s Bazar, Bangladesh.
«Somos campesinos y hoy somos una familia de seis. Hace dos años en Rakhine, Myanmar, el ejército comenzó a arrestar a todos los hombres. Mi hijo Irshadullah tenía veinte años en ese momento. Todos nos estábamos escondiendo en nuestras casas, no podíamos ir a ningún lado, ni siquiera a conseguir comida. Un día el ejército vino a nuestra casa y comenzaron a llevarse a mi hija de 16 años. Mi hijo salió de su refugio para intervenir y lo mataron de un disparo.
Tuvimos que huir.
Yo no soy tan vieja como parezco. Desde que tengo diabetes, comencé a perder peso. Mi condición empeoró en los últimos tres años. Mi esposo y yo somos viejos, no podemos trabajar. Sería lindo cocinar un pescado grande pero no es posible, no tenemos dinero extra.
Hoy siento dolor. Me siento mareada y mi corazón late fuerte. Tengo una pierna afectada.
En los campos es seguro. Aquí podemos ayunar y rezar. Al menos el ejército de Myanmar no puede venir en la noche y arrestarnos. Pero Myanmar es mi lugar natal, allí es donde están enterrados todos nuestros ancestros. Todos ustedes pueden ir a casa, pero yo no, nosotros tenemos que quedarnos en una pequeña tienda en un campo. Sueño con mi casa cuando duermo. Un día volveremos a Myanmar o tal vez a algún otro país donde haya paz”.
Shabbir Ahmed y Mohammed, de Myanmar hacia Bangladesh
Shabbir Ahmed y su hijo Mohammed Haroon buscan atención médica en el hospital de Kutupalong. La familia de Shabbir huyó de Myanmar después de que su hijo mayor Salim fuera asesinado en 2017, y actualmente viven en el campo de refugiados en Cox’s Bazar, Bangladesh.
«Soy campesino. Cuando era niño, recuerdo correr hacia los bosques para escondernos de los oficiales y los locales en el estado de Rakhine. Ellos nos quitaban el dinero y la producción de los campos. Nos golpeaban. Es la tercera vez en mi vida que dejo Myanmar. Debo haber tenido 10 u 11 años la primera vez que escapamos de nuestra casa en los 70’s. Entonces nos quedamos aquí en Kunyapalong por dos años antes de volver, nos dijeron que sería seguro regresar.
Siempre fue difícil vivir en Rakhine. Nos quitaban las cosechas. El gobierno solía arrestar a los hombres y muchas veces no teníamos nada para comer. Escapamos a Bangladesh por segunda vez en 1992. Aquí conocí a mi futura esposa, Khatija. Yo tenía 23 años cuando nos casamos. Mi primer hijo, Salim, nació en este país. Tenía apenas 40 días cuando nos devolvieron a Myanmar por la fuerza.
He sido llevado muchas veces por el ejército de Myanmar en mi casa o en el mercado. Nos llevaban a las junglas y nos hacían llevar cargas pesadas por 7 u 8 días. Si se me caía la carga, me golpeaban. La vida fue de mal en peor durante más de dos años. El gobierno decía que todos nosotros éramos extremistas armados y cerraron la mezquita y la madraza. Nos impidieron sembrar y limitaron el cultivo. No podíamos ganar dinero, arrestaban a la gente, la mataban y violaban en grupo a nuestras mujeres. En la mañana de Eid Al Azha mataron a mi hijo mayor, Salim. Tenía quince años.
Dejamos nuestra casa y corrimos aquí por seguridad. Caminamos durante 14 días antes de llegar al campo. Estoy feliz aquí, al menos puedo dormir tranquilo. Mis hijos pueden estudiar. No nos permiten salir fuera del campo ni buscar trabajo, dinero o ropa nueva. Quiero regresar a Myanmar con ciudadanía plena y el derecho a moverme libremente.»