A medida que disminuyen las posibilidades de que haya soluciones duraderas en medio de la continua inseguridad en Somalia, y que los espacios de reasentamiento que cada vez son menores, los refugiados en Dadaab han quedado encerrados en condiciones de vulnerabilidad y dependencia.
Al haber severas limitaciones de movilidad y pocas opciones para conseguir sustento, la asistencia humanitaria continúa siendo una línea vital para los refugiados. Pero al sobrevivir con una asistencia mínima, muchos han estado viviendo en el umbral de emergencia durante casi tres décadas. Sus necesidades superan con creces lo que una disminuida asistencia humanitaria puede proporcionarles ante la disminución de fondos por parte de los donantes.
Janai Issack tenía 10 años cuando se mudó al campo de Dadaab con su familia en 1991, huían de la violencia en Somalia. «Mucho ha cambiado con los años: me casé, tuve a mis hijos aquí y todos vivimos juntos en este complejo», dice ella. “La vida era mejor cuando llegamos al campo. La seguridad que encontramos en este lugar fue un gran alivio al compararla con lo que estaba sucediendo en Somalia, y el apoyo de las organizaciones de ayuda fue bueno”.
Janai lamenta que, con los años, la cantidad y calidad de los servicios ofrecidos a los refugiados ha disminuido. “Las raciones de comida se han reducido. Ahora nos dan muy poca comida que apenas nos dura un par de semanas. Las clases en las escuelas a las que van nuestros hijos están totalmente llenas, en comparación con aquellos días en que yo solía estudiar», dice. «Creo que el ACNUR está cansado. No sé por qué nos siguen preguntando si queremos volver a Somalia, pues nuestra respuesta es siempre la misma que la última vez: no. La situación con el reasentamiento también ha cambiado en el último año, es como si ya nadie se fuera».
Muchos refugiados en Dagahaley, uno de los tres campos que colectivamente constituyen el complejo de refugiados de Dadaab, que cuenta con una población de aproximadamente 75.000 personas, tienen historias similares a la de Janai. Se quejan de la disminución de la ayuda humanitaria, en particular en lo que respecta a las raciones de alimentos. En septiembre, el Programa Mundial de Alimentos se vio obligado a reducir aún más la distribución general de alimentos en los campamentos de refugiados: quedó en un 70% de las raciones normales, debido a las severas limitaciones de fondos. Lo más probable es que esto afecte negativamente el estado de salud de los refugiados, como ha visto MSF en los últimos años.
«La mayoría de las personas no conocen la vida fuera de los campos», explica Dana Krause, representante de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Kenia. «Vivir en un campo de refugiados durante tres décadas con poca comida, sin atención médica especializada y sin trabajo, o con una remuneración miserable por el trabajo realizado, es un asalto a la dignidad humana».
Para Abdia, de 65 años, que huyó de Somalia para llegar a Dadaab en 1991, la vida en los campos ha empeorado con los años. “Si comparo mi vida actual con la de hace dos décadas, las cosas eran mucho mejores. Ahora las raciones de comida son muy pequeñas, de modo que si tienes mi edad y no cuentas con nadie que te cuide, la vida resulta muy difícil. Nuestro movimiento está restringido y los servicios se han reducido enormemente», relata.
Para los refugiados indocumentados, las dificultades para acceder a los servicios básicos en los campos son aún más desalentadoras. Según el ACNUR, hay al menos 15.000 solicitantes de asilo no registrados en el complejo de Dadaab, de los cuales solo la mitad recibe asistencia alimentaria de acuerdo con una evaluación de vulnerabilidad. Los refugiados no registrados pueden acceder a los servicios de salud de MSF en Dagahaley, pero para la mayoría de sus otras necesidades básicas, entre las que se incluye el alojamiento y la ropa, en gran medida están solos.
Deterioro de la salud mental y la lucha por una atención médica especializada
Otras personas, como Abdo Mohamed Geda -de 42 años -, que llegó a Dadaab en 2011, se han enfocado a realizar trabajos pequeños para complementar las raciones de comida que reciben. Abdo junta madera en carretas para mantener a su familia de 8 hijos. “Los niños necesitan leche, comida y ropa,” dice. “Cada mañana salgo a buscar alimentos para mi familia. Pero cuando no hay nada, me estreso. No puedo dormir”. Actualmente, Abdo está bajo tratamiento para su depresión en el hospital de MSF en Dagahaley.
Estar en el campo durante tanto tiempo ha reducido las esperanzas de la población de tener vidas sanas y plenas. Su impacto más insidioso se manifiesta en forma de afecciones agudas de salud mental. Sólo en Dagahaley los equipos de MSF realizan, en promedio, unas 5.500 consultas de salud mental cada año. Durante los momentos de ansiedad extrema, esta cifra a menudo se dispara; como en 2016, cuando aumentaron las amenazas de cerrar los campos.
En octubre de este año, MSF trató a dos pacientes que habían intentado suicidarse en el campo de Dagahaley. Uno de ellos, un refugiado somalí no registrado de 43 años, intentó ahorcarse antes de ser rescatado. Había sobrevivido gracias a la caridad de las personas porque su tarjeta de racionamiento fue bloqueada en 2018. Pero a medida que la cantidad de raciones de comida que la gente recibe en el campo se reduce, los vecinos se ven obligados a escatimar la poca comida que reciben. Ambos pacientes ahora están en tratamiento y reciben apoyo psicosocial.
La atención médica especializada también permanece fuera del alcance de la mayoría de los refugiados. MSF proporciona servicios básicos de atención médica primaria y secundaria en Dadaab, pero para recibir tratamiento avanzado o especializado es necesario hacer referencias fuera de los campos. Pero con los movimientos restringidos, solo quienes requieren tratamiento urgente y vital tienen permitido y reciben apoyo para buscar atención en el hospital regional de Garissa o en el de Nairobi. Por lo tanto, la cantidad de personas con necesidades de atención médica especializadas se ha ido acumulando con cada año que pasa, por lo que hay una gran cantidad de pacientes que están esperando tratamiento. Tan sólo en Dagahaley, más de 1.100 personas esperan cirugías y otros servicios de salud especializados.
Urge encontrar soluciones
«Si se quiere cumplir con los compromisos establecidos para mejorar la autosuficiencia de los refugiados, consagrados en el Pacto Mundial sobre los Refugiados, es hora de que el gobierno de Kenia y la comunidad internacional tomen medidas significativas para encontrar soluciones sostenibles para los refugiados que se encuentran fuera del campo», asevera Krause. «Las políticas que favorecen la libertad de movimiento y el acceso a los servicios básicos de los refugiados, cuando se acompañan de inversiones de donantes en instalaciones locales, permitirán a los refugiados llevar vidas dignas, y beneficiarán a las poblaciones de acogida».
Hasta ahora, la respuesta propuesta ante esta crisis de desplazamiento aparentemente interminable ha sido cerrar los campos. Pero la mayoría de los refugiados no están dispuestos a regresar a Somalia. Entre los que regresaron, muchos han vuelto a Dadaab citando la continua inseguridad y la falta de servicios básicos en el país. Y el reasentamiento en terceros países casi se ha detenido.
«Al hacer que sea difícil vivir en el campo, sentimos que nos están obligando a regresar», dice Geda. “Si las cosas siguen igual, es posible que nos veamos obligados a regresar. Esperamos que algún día nuestro país vuelva a ser seguro para volver. Si no, esperamos reasentarnos en un tercer país”.
Otros tienen esperanza de que se les permita establecerse en la región. «Si el reasentamiento pudiera reanudarse, sería lo mejor», dice Amphile Kassim Mohamed, de 56 años. “Si no, un poco de apoyo para nuestro sustento podría ser suficiente o incluso una integración local. También se debe alentar la libre movilización para permitirnos comerciar fácilmente con otras personas «.
¿Qué pasa con las comunidades locales?
Ahora que la población de los campos de Dadaab alcanzó su punto máximo al llegar a casi medio millón de personas, la atención se ha centrado inevitablemente en los refugiados. Incluso hoy, casi una de cada cuatro personas en el condado de Garissa, que alberga los campos, es un refugiado. Pero los indicadores de desarrollo social de Garissa se encuentran entre los más bajos de Kenia, e incluso las comunidades locales tienen dificultades para acceder a los servicios básicos.
Una mañana, hace poco, Khadijo Abdul Malik se encontraba sentada con su hijo en una sala pediátrica de MSF en Dagahaley. Había viajado dos horas en un matatu -minibus de propiedad privada- desde una aldea vecina en el condado de Wajir. Ha estado en la clínica antes, y muchos otros de su pueblo también usan las instalaciones de salud en el campo frecuentemente. Los datos de salud de MSF sugieren que las comunidades locales representan aproximadamente una de cada cinco de todas las consultas de salud primarias en Dagahaley.
El sorteo de la escasa asistencia humanitaria en los campos solo subraya la penuria de la infraestructura básica crítica en la región. Muchos lugareños han llegado a depender de los servicios de los campos a lo largo de los años, por lo que el cierre de éstos y el retroceso drástico de la asistencia internacional también afectarán significativamente a los pueblos circundantes.
“Es vital que tanto los refugiados como las comunidades de acogida sigan siendo participantes activos que ayuden a solucionar la crisis de desplazamiento de Dadaab,” dice Krause. “Los refugiados necesitarán acompañamiento y apoyo continuo en su búsqueda de soluciones duraderas. Y será necesario que estas acciones vayan de la mano con una escalada del acceso a servicios básicos para las comunidades locales”.