El fin de año se celebraba en Venezuela con varios rituales: uvas y lentejas, ropa interior amarilla, algo de dinero en la mano y pasada la medianoche, una maleta con la que dar una vuelta a la manzana, un gesto destinado a atraer viajes. Pero los venezolanos ya no celebran el fin de año con maletas, ahora un símbolo de tristeza y ruptura familiar para los que se han quedado en el país y una dolorosa realidad para los muchos a los que la crisis ha expulsado de Venezuela. Dolorosa por dejar atrás familia, casa o trabajo, pero también por el abandono al que se ven expuestos por la falta de ayudas que reciben en países de acogida.
En Colombia, donde se estima que hay más de 1.6 millones de venezolanos (de los más de 4 que han abandonado su país), las necesidades básicas son enormes: comida, agua, protección, acceso adecuado a salud, alojamiento o trabajo. Los que llegan a zonas más rurales o en las que todavía arrecia el conflicto, como Arauca, con presencia grupos armados en activo, la ayuda humanitaria es todavía más escasa. En este 18 de diciembre, el Día Internacional del Migrante, compartimos algunas de las historias de migrantes que llegan a Colombia.
Elías* tiene 51 años. Unas gafas oscuras protegen sus ojos, afectados por retinopatía producto de una diabetes que le impide la visión. Llegó a Tame (Arauca) hace quince días con su maleta y con una voluntad: reunirse con sus hijas y poder asegurarse la diálisis que necesita. “En Venezuela los exámenes son costosos, todo está dolarizado, faltan insumos, las máquinas no van, se estropean y ya no se reparan, falta el personal médico y el personal técnico”, explica. Ha acudido a la clínica de MSF en Tame, para informarse de cómo puede acceder a diálisis.
Médicos Sin Fronteras (MSF) proporciona en Tame servicios médicos básicos, psicológicos y también facilita información. Colombia solo garantiza acceso a la salud a venezolanos en caso de emergencia y no atiende a enfermos crónicos. Su única solución, según le han informado en MSF, sería solicitar refugio por discapacidad. Y eso va a suponer tiempo. “Por lo menos aquí en MSF me han reconocido y me han dicho que estoy estable”, dice Elías, que fue comerciante en su país. Si le otorgan el estatus de refugiado, no podrá regresar a Venezuela donde ha quedado su hija mayor, casada. Elías se acompaña de su hija menor. Tiene tres en Colombia, de 19, 17 y 24 años. “Queremos estar juntos”, dice el hombre. Y rompe en sollozos. Su hija, emocionada como él, explica que se dedica a vender café de forma ambulante.
La venta ambulante, de café, de helados, de frutas, trabajos en el campo o en la obra, mendigar o rebuscar en la basura para vender cartón, hierro, vidrio o latas son las escasas y mal retribuidas ocupaciones a las que se dedican buena parte de los venezolanos en Tame. Muchos de ellos viven en la calle porque no disponen de dinero con que pagarse alojamiento. Cuando consiguen techo, son varias familias las que comparten casa. Aun así, Colombia era la única opción: “en Venezuela mi hija se me estaba muriendo de desnutrición. Entonces yo para dejar que un niño se muera en Venezuela de desnutrición, para que se muera de hambre, mil veces me lo traigo para acá y al menos alguien le da una galletita, para que pueda comer”, dice Juan Marcos*, un joven padre de tres hijos que en Yaracuy era mecánico de baterías y que en Tame recicla en las basuras. Su niña está mejor, aunque ha acudido a MSF por unos sarpullidos en la piel ocasionados por dormir en la calle.
La falta de empleo y la necesidad fuerza a muchas mujeres a dedicarse al sexo por supervivencia. Comparado con lo que pueden obtener sus compatriotas, (y lo que pueden enviar a sus familiares en Venezuela), el dinero obtenido es mayor. El impacto en su salud física y mental, también. Victoria* es de Valencia, tiene 21 años y 2 hijos. La convencieron para dejar Venezuela y dedicarse a la prostitución en Colombia, “me dijeron que aquí se podía vivir bien, comer bien, que podría enviar dinero; pero no supe lo difícil que era esto”, explica. De su sueldo en La Carrampla -o zona de tolerancia, con locales de prostitución- de Saravena (localidad de Arauca más cercana a la frontera), dependían ocho personas en Venezuela: sus padres, sus dos hermanos y cuatro pequeños, entre ellos sus hijos. Victoria enfermó, “abusan de una, te agarran de los senos, te agarran…, son violentos”. Con fiebre y vómitos pasó de pesar 70 kilos a 45, “ahora me estoy recuperando”. Dejó La Carrampla y de momento no trabaja, vive con su compañero y se angustia porque ya no puede enviar el mismo dinero a su familia. Victoria acudió a MSF por su situación física y sigue acudiendo para recibir atención en salud mental, “por todo lo que he pasado”. MSF ha realizado diversas jornadas de atención a mujeres que se dedican al sexo por supervivencia, la gran mayoría de ellas venezolanas.
Jesús* también vive en Saravena. Con 27 años, fue diagnosticado con VIH desde hace cinco e interrumpió su tratamiento hace dos meses, cuando salió de Táchira (Venezuela), aunque ha conseguido que alguien le suministre las pastillas que necesita en el mercado negro. “Acudo a la clínica móvil de MSF para que me hagan seguimiento, por la enfermedad. Me gustaría ahora mismo tener dinero, poder regresar a por el tratamiento en Venezuela, aunque no sé si ya me habrán quitado del registro o si habrá medicamentos. Luego me regresaría a Colombia, Venezuela está desvaneciéndose. También vengo porque he sufrido muchos abusos a lo largo de mi vida y necesito apoyo psicológico. Por el momento, solo puedo obtener tratamiento para VIH en Cúcuta y eso es mucho tiempo y dinero, para llegar, para el bus…”.
Los venezolanos afectados por VIH sólo disponen de dos lugares en los que obtener tratamiento gratuito, si lo necesitan: en Cúcuta y en Bogotá. MSF comenzará a suministrar tratamiento en las próximas semanas en Tibú y Tame después de llegar a un acuerdo con la organización Aids Health Care Fundation Colombia.
“Uno se pregunta si ayuda más a su familia en Venezuela que viniéndose acá, porque la situación está muy difícil aquí, no hay apenas trabajo”, dice Gregory, de 22 años, cocinero de Barquisimeto.
“Aunque en Venezuela la familia apenas comía y eso que yo comía en el restaurante. Pero con tres salarios, ni con eso daba para comer algo más que grano”. Gregory compró su boleto de bus con la liquidación que le dieron en el restaurante. Llega a la clínica móvil de MSF en Saravena con su primo, Carlos, de 16 años. “Estuve muy resfriado y creo que ya ha pasado, pero vine para que me reconocieran, hace mucho que no veo al médico”. Ambos están bajos de peso y Carlos un poco anémico, “la preocupación por el trabajo, todo lo pasado”, explica Gregory, “al menos aquí hay comida, allá en Venezuela también la hay pero inalcanzable, todo en dólares”. Gregory y Carlos viven con la mamá de Gregory.
“Antes en Fin de Año, en Navidad, éramos 20 o 30, fácil. Ahora, seremos cinco en la mesa.”
*Los nombres han sido cambiados.